martes, 25 de junio de 2013

EL VÉRTIGO PRIMERO Y DEFINITIVO ES EL DE LA INFANCIA






I
         Cuenta Hitchcock en la larga entrevista concedida a François Truffaut y recogida en el célebre libro “El cine según Hitchcock” que, de niño, su padre le envió a la comisaría a entregar una nota a la policía. En la hoja se pedía con un guiño cómplice al comisario que encerrara al muchacho, portador de la misiva, por haberse portado mal.
         Sir Alfred nunca supo qué había hecho mal, cuál había sido aquella conducta tan reprobable como para justificar aquel encierro arbitrario que duró apenas unas horas. Nosotros tampoco lo sabremos… pero lo que sí sabemos es que su cine está lleno de “falsos culpables”, de hombres buenos, inocentes, a los que se les acusa de un crimen que no han cometido. Hitchcock es el Kafka del cine, y bien podría haber rodado, en lugar de – o al igual que – Orson Welles, “El proceso”.
         El Kafka… o el Dostoievski del cine. Pues crimen y castigo son de algún modo los significantes que gravitan sobre la mayor parte de su filmografía, de la que, a pesar de la mayoría de sus “happy ends”, ningún personaje sale indemne.
         Tal vez, en lo más profundo de ese episodio infantil que nos relata un ya consumado Hitchcock late una verdad inconsciente del sujeto, que marcaría su vida, a través de su obra: la de que, en este mundo, nadie es inocente.


II

         Hay un principio jurídico que sentencia lo siguiente: “El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento”.
         ¿Cómo se nos podría pedir algo así? ¿No parece una monstruosidad, una perversión, exigirnos el cumplimiento de algo que ignoramos?
         Por poner un ejemplo sencillo: hace algunos años se juzgó en un pueblo de España a un campesino analfabeto y se le impuso una fuerte multa por cazar un lagarto ¡que resultó pertenecer a una especie protegida!
         ¿Es que la Ley nos exige entonces una responsabilidad a cuya altura no vamos a estar nunca? Parece claro que en los crímenes típicos (asesinato, robo) sí hay una conciencia general del mal y un acuerdo social. Parece algo intuitivo, connatural – y de esa conciencia sólo pueden librarse personas con debilidad mental o “locura transitoria”… Incluso si ampliamos el repertorio a los diez mandamientos de nuestra cultura judeocristiana, la mayoría estaría de acuerdo en aceptarlos, al menos los que tratan de cuestiones estrictamente humanas (la mujer del prójimo, por poner un solo ejemplo), en virtud del principio kantiano  “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti”.
         Pero el caso del labriego, o cualquiera de los juicios que conocemos, en los que no se puede probar la culpabilidad del acusado; o el simple hecho de que muchas de las leyes que nos rigen no pueden aplicarse como una fórmula matemática (¡qué más quisiéramos!), sino que se pueden “interpretar”; o incluso el caso del derecho anglosajón, basado en la jurisprudencia… todo esto nos demuestra que la aplicación de la Ley no es asunto sencillo.
         Es más, si atendemos a la literalidad de la expresión, “presunto culpable”, podemos comprobar que, al igual que el saber, la culpabilidad se “presupone”, es siempre “supuesta” al sujeto (a un sujeto al que se ha de juzgar)

III

         Pero volvamos a la máxima que hemos deducido antes: “En este mundo, nadie es inocente”.
         ¿Quién es inocente, por excelencia, en este mundo, a quién, con más pureza, se le “presupone” inocencia?
         Al niño.
         Y es más, esa inocencia viene asociada al hecho de la muerte… ¿no celebramos en nuestro calendario de diciembre una matanza de inocentes?
         El rompecabezas se complica: matar a un inocente, matar al niño… (¿al niño que es? ¿al niño que hemos sido – o seguimos siendo – en el niño que aún    es?) ¿Qué inocencia presuponemos al niño y qué culpabilidad al adulto?
         Más aún: en la vida (y por tanto también, y en especial, en la clínica), la culpabilidad no parece una cuestión de saber, sino de sentir; uno se siente culpable. La culpabilidad sería, pues, algo que nos afecta, una affectio, como dirían los latinos.

IV

         ¿Cómo salir de este embrollo? Creo que es el propio Truffaut el que nos da una pista clave. En el citado libro, él le hace al maestro una agudísima observación: ¿no relatan sus películas, en el fondo, miedos infantiles, pesadillas propias del niño? ¿No son los argumentos de sus films muy similares a los cuentos que todos hemos oído o leído de pequeños?
         Georg Groddeck, el extravagante discípulo de Freud, sentenció en “El Libro del Ello”: “miedo es deseo”. Claro está, hablamos de deseos prohibidos. Según esta idea, uno teme aquello que desea… o más bien teme ser castigado por aquello que desea, porque aquello que desea es malo, y/o está prohibido.
         Pues bien, ¿no es el Complejo de Edipo, tal y como nos lo describen Freud y Lacan, el lugar exacto que nos permite articular el miedo y el deseo, el sujeto y la culpa? Pensemos en Encadenados, en Con la muerte en los talones, en Vértigo y, por supuesto, en Psicosis. ¿No pululan por estos films madres posesivas o muy absorbentes, padres perversos o villanos psicópatas, rubias inalcanzables cuyo amor tiene que conquistar el protagonista después de salvar innumerables peripecias y peligros? Tal vez, es posible, que los films de Hitchcock nos describen como ningún otro la aventura edípica.

V

         Hitchcock mismo nos enseñó que los actos (que es por lo que se nos suele juzgar) no son lo verdaderamente importante, no son lo decisivo.
Esa es la base de su famoso McGuffin. Hitchcock inventa con él un dispositivo narrativo excepcional, que consiste en presentar un objeto, una trama o incluso un personaje que resulta ser una pista falsa, que nos mantiene la atención hasta que se nos revela que lo decisivo de la historia transcurre en otra dirección.  Es decir, es algo que pone en marcha la narración, aunque en su transcurso se demuestra in-significante, es decir, carente de significación. El niño que comete travesuras no lo hace básicamente por un placer psicomotor o sensorial, aunque lo obtenga como ganancia secundaria; lo que busca el niño es captar la atención de mamá o de papá. Pues bien, la travesura es un McGuffin.
El McGuffin nos demuestra, pues, que los actos, y aun los objetos que perseguimos no son lo más importante. Pensemos en la vida real: ¿se siente uno menos culpable por haber deseado algo que por haberlo realizado? ¿Es el objeto imaginado en/por nuestro deseo el mismo con el que nos encontramos, aquel sobre el que recae nuestro acto de apropiación o destrucción? Por volver a Hitchcock con dos ejemplos: ¿Son las víctimas de Norman Bates, en Psicosis, los verdaderos objetivos de su impulso asesino? ¿Es Judy el verdadero objeto de amor de Scottie en Vértigo?
Si, como sostiene Lacan, el deseo es deseo del Otro, es en esa alienación constitutiva donde el sujeto se pierde – en sentido literal y figurado – y de donde nace su angustiada pregunta – que es la pregunta de Alfredito - :
¿Por qué habría de castigarme papá, si no he hecho nada malo?
El vértigo primero y definitivo es el de la infancia.


(Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido bajo la autorización expresa de este sitio web)


¿HAY ALGUIEN AHÍ? ¿QUÉ QUIERES DE MÍ? REFLEXIONES SOBRE “MÁS ALLÁ DE LA VIDA” (CLINT EASTWOOD, 2010)





Pero la realidad gusta de esconderse.
(…)
En unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos
(…)
Lo mismo y en lo mismo viviente y muerto, y también lo despierto y lo durmiente,
y también joven y viejo. Pues esto, convertido, es aquello, y aquello a su vez,
convertido, es eso.
(…)
Que vivimos nosotros la muerte de ellas y viven ellas la muerte nuestra.
HERÁCLITO, Fragmentos.


No estamos hechos para el mundo.
El mundo es inhóspito. In-mundo, solía decir Heidegger, jugando siempre a las etimologías. Hay que hacerlo habitable.
La hermosa frase que nos han enseñado desde pequeños en la escuela, aquella que muestra el incipiente pero poderoso genio, humanista avant la lettre, de la Grecia Clásica, “el hombre es la medida de todas las cosas”, en realidad tiene otro significado muy distinto al que nuestra bienpensante y autosatisfecha pedagogía pretende inculcarnos. Fue inventado por los hoy tan –injustamente- denostados sofistas. Se refiere más bien a la relatividad de todas las cosas. En verdad, la realidad está hecha a medida del hombre, en tanto él la mide; todo está sometido al cálculo, a la perspectiva, al interés. Por tanto, si yo sostengo una verdad y tú otra distinta, se deduce que no hay verdad absoluta. El mundo está hecho a la medida del hombre en tanto bricolaje con que cada uno se fabrica su “realidad” para poder vivir en ella.
Pero hay más. Porque el mundo escapa siempre a las medidas. El tamaño del mundo se encoge o agranda, se hace claustrofóbico o agorafóbico. Nuestra relación con el espacio –y por tanto con el tiempo- no está dada ni por instinto ni por revelación divina, ni por estructuras apriorísticas de la mente, como pretendía haber descubierto Kant.
Simplemente, no hay medida. Todo es des-medido. O el mundo me invade, o me es ajeno. Frente a esta vivencia, al ser humano no le queda más remedio que acercarse al mundo, a las cosas de este mundo, o alejarse de él, distanciarse. Desde el libertino al anacoreta, como figuras extremas de esta tensión irresoluble de distancias, cada individuo está aquí para encontrar la presencia justa en el mundo, aquella en la que pueda instalarse y vivir.

Sin embargo, el mundo ofrece una resistencia a nuestro deseo de encontrar un lugar en él. Lo terrible de la Naturaleza amenaza siempre nuestra estabilidad, nuestra precaria seguridad.
El mundo, y lo que en él sucede, está dominado por la in-justicia. Justo es aquello que está en su sitio. Como cuando decimos que algo cabe “justo” en el sitio que le ha sido destinado. Así pues, en esa des-mesura del mundo y en el des-centramiento del hombre, hallamos la raíz de la in-justicia. Cuando ocurre una desgracia, nuestras primeras palabras son: “no es justo”. Esa Verdad tremenda y última es lo Real.
Lacan definió lo Real –así, con mayúscula, para diferenciarlo de la mera realidad- como aquello que queda excluido de lo simbólico. Es decir, como todo aquello a lo que no podemos ponerle palabras, aquello a lo que no podemos dar sentido, el sin-sentido. Ya hemos visto cómo la Naturaleza, el Mundo, se presenta, en su desnudez, como lo Real. Pero lo Real habita también lo más íntimo del ser humano: aquello que no puede nombrarse, lo innombrable: el Sexo, la opacidad del Cuerpo, lo Real de la Carne, la crudeza de la Vida… y lo Inconsciente, que dice de nuestra alienación radical, la imposibilidad de nuestra propia identidad: ¿quién soy yo, si estoy hecho a imagen y semejanza del Otro? ¿Soy yo o no soy?
Así, en definitiva, “lo Real” es un tsunami, la muerte brutal de un ser querido, un atentado terrorista, el abuso sexual de un padre…
Todos esos elementos aparecen conjugados en Más allá de la vida (Hereafter), la última película hasta la fecha de Clint Eastwood, entrelazando tres historias paralelas que confluyen en un final emocionante pero improbable, un tanto inverosímil, que ha defraudado a muchos críticos y espectadores, tal vez por no atender a ciertas coordenadas que Eastwood nos delinea de forma muy sutil. Pero avancemos un poco más.
¿Cómo soportar lo Real? ¿Y cómo vivir, frente a la ubicuidad de la Muerte?
A lo largo de los siglos, el hombre ha ido construyendo mecanismos culturales para poder dar un sentido a lo incomprensible, saciar su sed de justicia y proporcionarle un consuelo al infinito dolor de la existencia. El más poderoso de estos mecanismos ha sido –y es-, sin duda, la religión. La religión, que nos promete un Más Allá (es la traducción literal de Hereafter, el título del film) de completud. La religión, que nos asegura la vida eterna y la posibilidad de reencontrarnos con los seres queridos más allá de las fronteras de la muerte.
Re-ligión, re-ligare. Unirnos a lo que está más allá: la posibilidad de comunicarse con quienes están en el más allá. Sería esta una de las formas de la justicia: que aquello que ha sido brutalmente separado pueda volver a unirse. El film de Clint Eastwood explora esta posibilidad pero con una mirada que, hundiéndose en los tópicos, escapa de ellos.
A primera vista, sorprende que un autor como Eastwood se haya embarcado en una historia semejante, que supone un cambio de registro radical respecto a su anterior filmografía. Sin embargo, una mirada un poco más atenta nos revela una profunda coherencia por encima de las apariencias.
Si hubiéramos de resumir con una palabra, con un significante, todo el cine de Eastwood, sería ésta: JUSTICIA. Desde sus primeros spaguetti westerns, Clint se nos revela como una especie de justiciero, un personaje a veces forajido o mercenario, a veces aventurero buscavidas o pícaro, pero siempre con un férreo e indoblegable sentido de la justicia. Después, la saga de Harry el sucio nos muestra a un agente de la ley que acaba tomándose la justicia por su propia mano.
Sus primeros films como director, pese a una variedad de temas e intereses de los que no nos ocuparemos aquí, profundizan esta primera trayectoria, y llegan a 1985 con El jinete pálido, en el que ya se anuncia un primer contacto con lo sobrenatural.
En 1993 dirige Un mundo perfecto, dramática road movie en la que desde una cierta mirada infantil (la del protagonista) intuimos la irónica amargura que el título del film no esconde en ningún momento.
En 1995 traslada la imposibilidad de un “mundo perfecto” de las escenas del crimen a las del amor en Los puentes de Madison y a la crueldad de la vida en Million Dollar Baby (2004)
Con Gran Torino (2008), Eastwood sigue indagando en los mecanismos de la justicia pero da una vuelta de tuerca, al renunciar por primera vez a la violencia en la resolución del drama; renuncia, para ser más precisos, a ser el ejecutor, el agente de la violencia. Y con ello, el sentido de la justicia adquiere una nueva dimensión.
Más allá de la vida, a la luz de lo que hemos escrito hasta ahora, tiene una lectura fácil: su autor, un hombre en plena senectud, empieza a preguntarse por la muerte. El arrogante e invencible Harry el sucio se ha ablandado, se ha vuelto piadoso, ha derivado hacia una senil beatería.
Pero hay otra lectura.

Marie Lelay, la intrépida periodista, muere (y vuelve de la muerte) intentando salvar a una niña del tsunami. Marcus deambula por el Londres esotérico para poder establecer contacto con su hermano gemelo asesinado. George Lonegan, para quien sus poderes psíquicos no son un don, sino una maldición (como él mismo lamenta), es un entusiasta de Charles Dickens, el autor de Oliver Twist o David Copperfield.
¿No será este el verdadero mensaje del film: mostrarnos el desamparo radical de la infancia? ¿No somos todos niños asustados en la inmensidad de lo desconocido? ¿No tiene acaso la infancia misma un algo de más allá de nuestra experiencia como adultos, no es un enigma, nuestro pasado, ese niño que fuimos o lo que de ese niño perdura en nuestro inconsciente?
Y a la vez que el niño encarna el pasado de cada uno de nosotros, ¿no representa también el futuro, el porvenir, la posibilidad de continuar? ¿No debemos partir de este principio de responsabilidad, de esta ley de la hospitalidad (tal y como la formula el psicoanalista Francisco Pereña)… salvar al niño que fuimos en el niño por-venir?
Pues más allá (más allá) de las creencias de cada uno, de la fe de cada uno, los fantasmas, los muertos con los que queremos entrar en contacto, existan o no en el sentido vulgar que damos a la expresión existir, dicen lo esencial de nuestro estar en el mundo. Como dice Jacques Derrida en el exordio a su obra Espectros de Marx:

“El aprender a vivir (…) es algo que no puede suceder sino entre vida
y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre
dos (…)siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de
algún fantasma.
(…) Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde
el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o
no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su
principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros
que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto
ya, como si todavía no han nacido”

Clint Eastwood nos da una nueva lección narrativa. Pero hemos de saber leerla correctamente. Si, como decía Heidegger, no hablamos, sino que somos hablados por el lenguaje, si hay un sujeto que no coincide con el yo, la pregunta “¿Quién habla?” adquiere todo su sentido: los muertos nos hablan, nos interpelan y piden justicia o “se aparecen” para restituirla y no descansarán hasta conseguirlo… ¿qué querrían, si no, de nosotros? 

Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido con la autorización de dicho sitio web

domingo, 23 de junio de 2013

LA CASA Y SU SECRETA URDIMBRE



      Una casa es un texto, reza el título de la serie fotográfica de la artista Amparo Garrido, y, si hemos de leer este título "textualmente", podríamos decir que una casa es un tejido, que es como decir la hilazón, la urdimbre, la trama... de lo humano. Del mismo modo que los diversos tejidos celulares nos constituyen como cuerpo viviente, esta otra materia textil/textual, la casa, sustenta nuestro hacernos humanos: nuestros primeros pasos, las primeras experiencias, la vivencia del interior y del afuera...
       Tejidos de la casa que nos envuelven, que van arropando nuestro psiquismo con sensaciones y percepciones, la tersura de las sábanas que nos inducen el sueño, los claroscuros y penumbras del cortinaje, mecido por las brisas del exterior, el aroma de la ropa recién planchada, la naftalina que desprenden los roperos, la protección de las alfombras y, sobre todo, el armario (¡el almario, que diría Luis Rosales!)... el armario, lugar de los tejidos más íntimos y secretos, reminiscencia de lo femenino primordial, la piel imaginaria, origen y modelo de todas las caricias y de toda ensoñación táctil à la Gaston Bachelard.




       La casa, el hogar. No sólo el lugar de la infancia, del recuerdo, de la añoranza, ese espacio primero de protección y aprendizaje. También es la proyección de la propia persona, pues una casa "se va haciendo", nunca está "completa", se amuebla, se le da un estilo, un aire, una atmósfera, amén del estatus socio-económico y cultural de sus moradores... Se amuebla, dicho entre paréntesis, como se "amueblan" las cabezas, mejor o peor...
       Uno se a-propia de los espacios, los hace suyos, los habita, los inviste libidinalmente (gustamos de decir los psicoanalistas), esto es, encontramos en ellos aquello que pusimos, nos es devuelto como en un espejo: las primeras fantasías infantiles, los sentimientos más arcaicos y elementales; los fantasmas en los pasillos oscuros o debajo de la cama; las maderas que crujen solas por las noches, ominosas; el rincón solitario de los primeros juegos prohibidos; el desayuno somnoliento y apresurado antes de correr hacia la escuela; en fin, el inaccesible umbral del dormitorio paterno, lugar de los enigmas, de la escena primaria...

    La serie fotográfica de Amparo Garrido muestra una cuidadosa selección de esas atmósferas, de ambientes y estructuras visuales, fundamentalmente salones, cuartos de estar y también cocinas. No por casualidad o descuido ha obviado, ni tampoco por un irreflexivo pudor, los dormitorios o los cuartos de baño. su ausencia los desoculta de forma paradójica, desvelando con ello los lugares de aquello que no se nombra.
      Porque, por otro lado,no hay en las fotografías de Amparo retratos de personas físicas, aunque podemos adivinar la fisonomía y la apariencia, incluso los gestos espontáneos, de los habitantes de estos hogares: hay plantas, retratos (de vivos y tal vez también de muertos), objetos personales, ornamentos, se pueden leer los títulos de algunos de los libros en sus lomos... la acumulación, el cuidado, el orden o desorden, la distribución de los espacios, las formas de equilibrio interior más o menos logradas, nos hablan de todas y cada una de esas personas sin necesidad de tener que desvelar su identidad. es más, abren un espacio al observador para la conjetura, la reflexión, para una contemplación activa, aun a nivel inconsciente (esto quiere decir que su contemplación mueve algo en nuestro interior, pues todos habitamos un hogar, y es por ello que las casas de los otros siempre nos producen sensaciones, impresiones, nos dejan una huella, nos transmiten -como se dice vulgarmente- buenas o malas vibraciones... la casa del otro nunca nos deja indiferentes. Nos habitamos también los unos a los otros...)


      
       A pesar de todo lo dicho hasta ahora, advertimos que las fotografías de Amparo Garrido no se limitan a ser tableaux costumbristas, naturalezas vivas; no es un trabajo documentalista el suyo. no vamos a entrar aquí, porque no es este el lugar adecuado, a discutir sobre si la obra de arte debe seer neutral o comprometida, si posee de forma intrínseca una dimensión ética o no.
     Este comentario me parece pertinente, pues, en la mayoría de fotografías que componen la serie, Amparo ha introducido un elemento que, de cotidiano, amenaza con hacernos pasar inadvertidas algunas de las consecuencias que su presencia entraña. este elemento es la televisión.
      Fue FREUD quien introdujo en la reflexión occidental el concepto de lo siniestro. en español no podemos hacernos cargo de lo oportuno del mismo, pero pensemos que aquí se tradujo por siniestro el vocablo alemán unheimlich, cuya raíz léxica y semántica es Heim, esto es, la casa, el hogar. Como el mismo FREUD descubre, en un análisis etimológico asombroso, lo siniestro sería algo familiar, hogareño, que de repente se ha vuelto perturbador, inquietante, fuente de angustia, un-heim-lich.
       ¿Por qué introducimos lo siniestro así, d repente? Porque la televisión, a pesar de su popularidad, de ser la caja tonta que casi todos aceptamos en nuestros hogares como imprescindible, no deja de ser un elemento extraño, incluso inquietante (en muchos hogares, cada vez más, hay más de una, lo que nos recuerda muy libremente el relato de Cortázar Casa tomada, cómo esos extraños huéspedes fantasmales van apropiándose imperceptiblemente de los espacios de la casa..)
      a través de la TV (y algunos films contemporáneos se encargan de jugar con ello, véase el caso de Poltergeist, por citar sólo el ejemplo más clásico y evidente) entran emisarios del más allá, fantasmas, presencias amenazantes; en la pantalla, los sucesos más cotidianos pueden convertirse en la peor de nuestras pesadillas: contemplamos cosas que no queremos ver, ante las que cerramos los ojos o desviamos la mirada... en vez de apagar el aparato, porque sabemos que lo Real, lo terrible de la vida, aquello que no podemos asimilar de lo que ocurre en el mundo, de lo que nos ocurre a nosotros mismos, está ahí, no se puede eliminar, sólo podemos apartar la vista durante unos instantes. a veces incluso se nos anticipa que las escenas que siguen pueden herir nuestra sensibilidad...


      
      Amparo Garrido no se conforma tampoco con mostrarnos escenas de la vida real, a través de esos televisores encendidos como por descuido, pateras, inmigrantes, víctimas de la guerra... Introduce el cine: Vértigo, Fahrenheir 451, Metrópolis... Se encarga de recordarnos, a través de esa amable y deliciosa muchacha japonesa del film de Ozu, que sí, la vida es cruel, que la isla de paz que hacemos de nuestro hogar, nuestro refugio, nuestro útero hecho a medida en ocasiones, está asediado siempre por la posibilidad de la catástrofe o de la disolución (quién no ha tenido miedo alguna vez de que robaran en casa mientras dormimos, de dejarse la llave del gas abierta, de un cortocircuito, de que el bebé toque un enchufe o se asome por el balcón...). Buscamos seguridad en el hogar y descubrimos que la seguridad, como la paz, es quebradiza, frágil, a veces impotente, que no siempre estamos libres de peligro. Las obsesiones de los films seleccionados por Amparo nos devuelven a esa experiencia de la alteridad, del huésped no deseado, que nos amenaza desde afuera o... lo que es peor, desde adentro...



       Lo que, en definitiva, podemos aprender de todo este recorrido es que ese hogar que portamos en nuestro inconsciente está perdido para siempre, nunca podremos recuperarlo tal como fue o como debió de haber sido. Pero permanece la nostalgia, el anhelo de recuperarlo. La casa, decíamos antes, se va haciendo, pero nunca está "completa", nunca llegará a ser aquello que una vez fue para el niño que habita por siempre en lo más recóndito de nosotros mismos. Tarea ética que conjuga dolor y gozo, alegrías y sinsabores, comedia y tragedia. Más aún, construir la propia casa es también hacer un mundo habitable, acogedor, hospitalario: microcosmos a imagen y semejanza del macrocosmos. La casa es un texto que se va escribiendo mientras se vive... Hogar, dulce hogar...



martes, 18 de junio de 2013

LA MUJER DOBLE





LA MUJER DOBLE

“Madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle”. Este refrán acoge a la perfección el sentir popular de cierto conflicto inmanente a las relaciones del hombre con la mujer, e ilustra una de las más radicales verdades que el psicoanálisis ha sido capaz de enunciar: que amor y deseo no son lo mismo y que, por tanto, el objeto del amor no necesariamente coincide con el objeto del deseo, que desde Buñuel sabemos que es oscuro.
Vértigo, por su parte, es uno de los films más bellos, cautivadores, perturbadores y perfectos de la historia del cine. En él asistimos a una historia pasional compleja e inquietante, narrada fundamentalmente desde la óptica masculina.
Dividida en dos partes claramente diferenciadas, esta estructura, esta forma, coincide con la materia, con la historia que nos cuenta: dos mujeres; dos mujeres que son una… o una mujer que es dos. En realidad, tres, porque sobre las dos gravita el retrato, la presencia –casi encarnada- de una antepasada: Carlotta Valdés, primera mujer, que es creación de la segunda (Madeleine), que a su vez es creación de la tercera (Judy)[1].
Tres mujeres en una. Si leen el artículo de Freud El tema de la elección del cofrecillo (1913), entenderán enseguida el por qué. Para Freud, la segunda es un rodeo que comunica la primera con la tercera, para revelarnos finalmente que ambas son la Misma, que en realidad sólo hay Una. La segunda, de este modo queda, en un proceso metonímico infinito, relegada a la figura de la Otra. Esto que parece un acertijo nos revela la cifra verdadera de la mujer, la incógnita en la ecuación femenina, claro está, desde el punto de vista del cálculo masculino. Pero vayamos poco a poco para no perdernos.

DOS

Dos mujeres, decíamos. Pues bien, en Los mitos hebreos, Robert Graves y Raphael Patai recogen una antiquísima leyenda cabalística según la cual, Eva no fue la primera mujer de Adán. La primera fue Lilith, y la salió rana: era díscola, rebelde, ingobernable y ninfómana –se nos dice que concibió a Caín en relaciones sexuales con el Diablo, aprovechando que Adán se había quedado dormido. Lilith escapó finalmente a Egipto (tierra de corrupción y lujuria) porque no soportaba la esclavitud monogámica y patriarcal de la vida doméstica, y el aburrimiento del Edén. Al comprobar el desconsuelo de Adán, Yahvé le proporcionó a Eva, con la que vivió feliz el resto de sus días.
Este es el relato mítico de la pareja conyugal, su génesis imaginaria. Pero vamos a la película: Gavin Elster tiene una mujer pero quiere huir con su amante, y para ello elabora un maquiavélico plan para deshacerse de la primera, plan que dispara el relato en Vértigo. Sólo sabemos al principio lo que le cuenta a Scottie: que su mujer se comporta de una forma extraña, incomprensible –vamos, una Lilith, sublimada, eso sí, casi dijéramos espiritualizada y, en todo caso, poseída por un espíritu que no es el conyugal. Ya tenemos, en el mismo planteamiento, a la mujer y la amante, Eva y Lilith, el objeto del amor y el objeto del deseo.
Elster le encarga a Scottie que siga a Madeleine. El protagonista queda fascinado por la mujer y se enamora de ella. Cuando ella muere, él queda desolado, vacío y –literalmente- catatónico... por no haber podido salvarla[2]. Es entonces cuando comienza una búsqueda obsesiva de Madeleine, búsqueda que finaliza al conocer a Judy –a la que, volvemos literalmente al refrán, “encuentra en la calle”.
Pero vamos a acercarnos más a estas mujeres que nos describe Vértigo, que nos describen el vértigo de Scottie.
Si Scottie es un hombre sencillo (ha sido policía, retirado ahora por su invalidez, debida a una dramática acrofobia), su encuentro con Judy resulta del todo verosímil: ella es una dependienta, una joven corriente y hasta un poco vulgar, aunque con un llamativo atractivo físico. Todo entra en el esquema general de una historia del tipo “chico conoce chica”, como gustaría de decir el propio Hitchcock. También resulta verosímil que este hombre corriente pueda sentirse fascinado por una mujer como Madeleine, sofisticada, espiritual y enigmática.
Y no olvidemos el 3 x 2 del comienzo. No nos olvidemos de Midge. Antigua compañera de facultad de Scottie, antigua novia, representa a la mujer fiel, la compañera abnegada, entregada al hombre y a la familia en cuerpo y alma. Ella sigue detrás de él, sigue siendo su confidente y su sostén emocional –lo del sostén no es ocioso, en Hitchcock no hay nunca nada casual, dado que Midge se dedica profesionalmente a ello. Lo cual contrasta con Judy, que luce su ajustado jersey sin sujetador debajo, resultado de las exigencias de la propia Kim Novack.
Bien, esta es la constelación de mujeres que gira en torno a Scottie.
Madeleine es la mujer enigmática, inalcanzable, el objeto idealizado. Toda la persecución de Scottie a través de San Francisco es presentada (a través de efectos de luz, espejos y filtros de color) en una atmósfera onírica, irreal. La presencia de Carlota Valdés nos hace entrar, además, en una historia gótica al estilo de las de Henry James. Literalmente, podríamos decir, Scottie está persiguiendo un fantasma:  su fantasma. La pierde. Pero en realidad nunca la tuvo. Es, en definitiva, el objeto ideal, sublimado.
Lacan describe en su Seminario VII, La ética del psicoanálisis, los avatares del amor cortés. Y en este cuento gótico que es la primera parte de Vértigo, hay una analogía clara: Scottie es un caballero andante y Madeleine su Dama, a la que debe rescatar de un hechizo que la tiene poseída. No es casual que en la magnífica banda sonora de Bernard Herrman se mezclen acordes del Tristán e Isolda de Wagner.
Al perder a Madeleine, Scottie entra en un proceso de depresión melancólica. En este proceso, sabemos bien que el objeto no desaparece, sino que se hace más presente que nunca. Dice Freud, en Duelo y melancolía, que “la sombra del objeto ha caído sobre el yo”. Surgen sentimientos agresivos contra el objeto, por haber abandonado al sujeto a una insoportable soledad, y también impulsos autoagresivos, de culpa, por haberlo dejado perder. En el juicio que sigue a la muerte de Madeleine, el coronner que ejerce de fiscal prácticamente culpa a Scottie como si hubiera sido él el homicida, como si en vez de un suicidio, hubiera sido un asesinato. Lo cual demuestra la sabiduría de Hitchcock en torno al alma humana.
Una vez recuperado de su fase pseudo-catatónica, Scottie, en su ociosidad, se entrega a una nueva búsqueda de Madeleine, volviendo a los lugares que ella había visitado, en una vana esperanza de reencontrarla en cualquier momento. De nuevo persigue a un fantasma, porque sabe que, esta vez, ella está muerta… ¿o no?

TRES

¿Qué ocurre entonces cuando Scottie se encuentra con Judy y por qué se desarrollan los acontecimientos de tal manera que desembocan en tragedia?
Para responder a esta pregunta, les propongo un juego mental. Les propongo tomar las dos partes de Vértigo como dos películas distintas. O, para expresarlo con más exactitud, consideren que la película comienza en este punto en que “chico conoce chica”.
Ahora, en un esfuerzo imaginativo más, intenten superponer las dos partes del film, como si el protagonista estuviera viviendo las dos historias de forma simultánea. Porque, de algún modo, las cosas suceden así: el tiempo lógico del sujeto subvierte el tiempo cronológico, vamos a decir, el que ordena la realidad cotidiana. Es en este sentido, por ejemplo, que se dice que un hombre puede “vivir en el pasado”.
Todo sucede entonces como si en Judy, una chica corriente, Scottie viera a Madeleine, el verdadero objeto causa de su deseo. ¿Es falso lo que siente Scottie por Judy? Probablemente, no, pero sin duda, Judy es la mujer equivocada. Porque Scottie sigue enamorado de Madeleine en Judy.
Por su parte, Midge sabe de esto, sabe de la naturaleza del deseo masculino y se ofrece a Scottie transformada, autorretratada como Carlota Valdés. Ella está dispuesta a ofrecerse como tal; acepta, por decirlo de algún modo, la falsedad del objeto, sabe que en ella Scottie querrá a la Otra. Pero Scottie no está preparado para acoger esa verdad, y el gesto de Midge se le hace insoportable, porque se siente delatado en su más íntimo deseo.
Por cierto, el motivo del cuadro es recurrente, como algunos sueños en los sujetos. Pensemos, por citar sólo los dos ejemplos más famosos, en La mujer del cuadro de Fritz Lang o en Laura de Otto Preminger, para darnos cuenta de la fuerza de atracción que suscita en el imaginario masculino. En su famosa entrevista, concedida a François Truffaut y convertida posteriormente en libro, es el propio Hitchcock el que afirma:
“Lo que me interesaba más eran los esfuerzos que hacía James Stewart para recrear una mujer, a partir de la imagen de una muerta” Y, un poco más adelante: “Hay otro aspecto que llamaría “sexopsicológico” y es, aquí, la voluntad que anima a este hombre para recrear una imagen sexual imposible; para decirlo de manera sencilla, este hombre quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia”.
Son palabras del propio Hitchcock y, aunque podamos discutirlas, hay que tenerlas en cuenta.
En este sentido, la cuestión del vestido tiene aquí su importancia. Sabemos que para el papel de Madeleine/Judy quería Hitchcock a Vera Miles, pero ésta tuvo que ser sustituida por Kim Novack porque se había quedado embarazada. Ahí tenemos, en lo real, el mismo motivo que guía la trama del film: una mujer suplantada por otra. Además, con su embarazo, Vera Miles quedaba incluida en el linaje de la mujer-madre, en la estirpe de Eva, de Midge… por el contrario, Kim Novack aparecía como esa otra, como la Lilith llena de sensualidad y de misterio. Entre paréntesis, dos años más tarde, en Psicosis, será Vera Miles la que suplantará a Janet Leigh, como la hermana de la muchacha –ladrona, díscola, sensual- que muere a manos de Anthony Perkins en la celebérrima secuencia de la ducha.
Pero nombrábamos la cuestión del vestido. En efecto, en la citada entrevista es Hitchcock quien dice, refiriéndose a las escenas en que Scottie se empeña en vestir a Judy como Madeleine, que todos esos esfuerzos de Scottie por recrear esta imagen son presentados como si intentara desnudarla en lugar de vestirla. Esto no sería más que una repetición de algo ya ocurrido: cuando Madeleine se arroja al agua junto al Golden Gate y Scottie la salva y la lleva a su apartamento, tiene que desnudarla, y la escena en casa de él resulta de un erotismo muy explícito pero muy sutil al mismo tiempo.
Esta tensión entre desnudar y vestir a la mujer, forzándola a unos ropajes que no le corresponden, es algo que también sucedió en la realidad. Al ser contratada para el rodaje, Kim Novack había advertido que si odiaba algo eran los trajes de chaqueta gris y los zapatos negros, y que bajo ningún concepto aparecería vestida de esa forma. Parece ser que Hitchcock llamó aparte a la actriz y le dijo: “Mi querida miss Novack, puede usted vestir como quiera, como le parezca, siempre que sea lo que exige el guión”. Con estas palabras quedó zanjada la cuestión. Kim Novack, al igual que Judy, hubo de ceder al guión de Hitchcock/Scottie.
Hay muchas, muchas cosas que decir de Vértigo, el moño de Madeleine y todo su significado, por ejemplo. No vamos a continuar, pero lo dejamos para el coloquio. Sin embargo, antes de finalizar, volvamos por un momento al relato del Génesis. Allí, en el Edén, Yahvé piensa “no es bueno que el hombre esté solo. Le daremos una compañera”. Pero fíjense cómo lo hace: primero lo duerme, extrae de su costilla un pedazo de carne y a partir de él confecciona a Eva. ¿No les parece que tiene mucho que ver con el propio trasfondo de Vértigo? Si Adán duerme, entonces Eva sale de su sueño, él la sueña… tal vez la mujer es eso, un sueño del hombre…




[1] De ahí emerge con toda probabilidad, en este imaginario, la invención de las matrioshkas, las muñecas rusas, o incluso de las famosas cajas chinas. Ensambladas una dentro de otra de forma indefinida, nos presentan la mujer como enigma: ¿qué hay dentro? ¿dónde acaba la interioridad?
[2] En ese “salvarla” emerge un significante moral, que es “redimir”. Junto a la propia pulsión de muerte –Madeleine aparentemente se suicida, atraída por el abismo- surge la idea del pecado original –del que Eva es agente- de seducir y arrastrar a Adán al Mal. “Redimir” posee entonces la connotación moral de sacara la mujer de la mala vida… Luego, para salvarse a sí mismo –en la película, para curarse la acrofobia-