miércoles, 24 de julio de 2013

EL CIELO NO ES COMO NOS LO HABÍAN CONTADO




EL CIELO NO ES COMO NOS LO HABÍAN CONTADO…  ( I )






         ¿Cómo nos imaginamos el “cielo” en nuestra mitología judeocristiana? Como un lugar beatífico, intemporal, ingrávido; un lugar donde las almas, simplemente, están, en un estado de eterna bienaventuranza. Nos lo imaginamos entre nubes aureoladas con sutiles arcoiris. Un lugar fuera del espacio-tiempo. Infinito y eterno. Perfecto.

         Hay una característica del cielo cristiano que, además de las ya descritas, lo constituye de forma esencial: en él nos vamos a (re)encontrar a todos nuestros seres queridos. El cielo es un lugar donde se reúnen para siempre las almas de los que han sido separados en la existencia terrena por múltiples circunstancias, principalmente la muerte.

         En realidad, hay dos imágenes de perfección en la mitología cristiana: el paraíso y el cielo. Del paraíso fuimos expulsados por el pecado original de los homínidos ancestrales: Adán y Eva. Expulsados, dicho sea de paso, por acceder al conocimiento prohibido, que no es otro sino el conocimiento de la diferencia sexual, puesto que por primera vez después de probar la fruta fatal, sienten vergüenza de su desnudez. 

       Del paraíso, entonces, fuimos expulsados, no hay retorno posible. Sin embargo, el cielo nos fue prometido: nos será concedido si, y sólo si, hemos llevado una existencia terrena virtuosa, si hemos sido buenos.

       Ambos, paraíso y cielo, nos ofrecen imágenes de completad, de perfección. Entre ambos transcurre nuestra existencia mortal, dolorosa, miserable, valle de lágrimas, travesía del desierto. Nuestra vida, extremadamente frágil, expuesta al paso del tiempo, a la enfermedad, a la incertidumbre, se halla sometida a destinos inescrutables,a fuerzas que nos dominan y doblegan nuestra voluntad y nuestra capacidad de entendimiento... y sujetos, final e inexorablemente, a la muerte.
  
      Pues bien, desde entonces y hasta ahora, el ser humano, se dice vulgarmente, ha intentado recuperar el Paraíso perdido.... pero... reinventándolo. se dice que ese paraíso perdido es la vida intrauterina: el período único e irrepetible en el que el feto lo tiene "todo" sin esfuerzo y posee, por tanto, una existencia en cierto modo "perfecta". Se habla por ello del nacimiento como del trauma original, el trauma por excelencia, el momento de la "expulsión del paraíso"...

       Esta es una teoría en todo caso respetable. No podemos negar que habita nuestro imaginario. Y tal vez por eso, en las primeras asociaciones prehistóricas, la madre, que es la Tierra, aquella que nos da la vida, que nos da a luz y nos nutre, es la que nos recibe de nuevo cuando morimos; y es por eso que el ser humano prehistórico "inventa" el enterramiento de los muertos: es la tierra que nos "dio" al mundo la que nos recibe cuando lo abandonamos. Principio y fin confluyen de forma inmutable.
  
     Pero sea como sea, lo cierto es que toda la evolución de la Humanidad es el intento progresivo, a lo largo de tantos siglos, de "recuperar" ese estado mítico de perfección: alteramos nuestro medioambiente, la Naturaleza, para crearnos un hábitat cada vez más seguro, más confortable... y la capacidad de perfección, gracias a la ciencia y a la técnica, parece no tener límite. Los grandes centros comerciales, los complejos turísticos, los hogares inteligentes, la progresiva aceleración de los medios de transporte y de las comunicaciones, los millares de aparatos electrodomésticos y gadgets de todo tipo que buscan sin éxito colmar nuestro deseo... por no hablar de los "milagros" de la medicina, que prolongan y mejoran nuestra existencia, acercándonos a ese viejo sueño de la inmortalidad, de una mítica Edad de Oro..

     En definitiva, la Humanidad busca desde la noche de los tiempos, desde las pinturas rupestres, por las que, según suponemos, nuestros antepasados remotos pretendían de forma mágica atraer la caza.... desde sus orígenes mismos, digo, la Humanidad ha buscado, si se me permite la expresión, sustituir la Naturaleza original, caprichosa e imprevisible, terrible e inhóspita tantas veces, indomeñable... por una segunda naturaleza previsible, segura, perfecta. Dicho de otro modo, el anhelo de una "realidad virtual" susceptible de suplir las deficiencias de la "realidad" natural, está inscrito ya desde el comienzo en el corazón de lo humano...



        Y es ahí precisamente a donde quería llegar. Dijimos antes que el Cielo es el lugar en el que se nos promete encontrarnos con nuestros seres queridos -con todos- en perfecta armonía y para siempre y, por supuesto, con una plena conciencia en la cual ningún recuerdo -ni el más nimio- se pierde, estado de omnisciencia similar al de Dios o, al menos, al de los Arcángeles -porque allí, en el Cielo, nos habremos convertido en eso, ¿no? en.... ángeles... 

       Si esto es así... ¿no hemos inventado los humanos ya el cielo? ¿No nos ofrece INTERNET la forma más acabada del Cielo en la Tierra?

 
       








lunes, 22 de julio de 2013

TIME IS MONEY


                  TIME IS MONEY: LA ECONOMÍA DEL TIEMPO  ( I )

                                                   



                                                         Todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo
                                                      del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo
                                                     de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo
                                                     plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo
                                                     tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de
                                                     llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo
                                                     de danzar; tiempo de esparcir las piedras y tiempo de
                                                     amontonarlas; tiempo de abrazarse y tiempo de
                                                     separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder;
                                                     tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y
                                                    tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar;
                                                    tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra
                                                    y tiempo de paz.
                                                                                                                   ECLESIASTÉS, 3, 1-8





        Time is Money, sentencian los americanos. El tiempo es oro, decimos nosotros, añadiendo a la cruda materialidad sajona una cierta –más aparente que real- connotación estética.
Frente a esta afirmación, de alcance universal, las almas bienpensantes se han rebelado siempre. El tiempo es algo demasiado valioso para convertirlo en moneda de cambio; el tiempo es algo sublime, puro, es un valor superior. Hay cosas que no se pueden comprar, proclaman esas almas bienpensantes, añadiendo el tiempo a la lista de dimensiones y virtudes que, como la amistad o la honestidad, constituyen lo mejor del ser humano.
Sin embargo, si nos atrevemos a mirar bajo la brillante –y en apariencia compacta- superficie de estos argumentos, podemos extraer algunas reflexiones valiosas. De entrada, parece que con ellos se limita la economía al ejercicio de la compra-venta. De acuerdo: comprar y vender son operaciones básicas de la economía, el grado cero de la economía, por así decirlo. Con ellas, a los objetos se les asigna un valor cuantificable, un precio. Ese valor va asociado a la invención del dinero. Así, las cosas, los objetos que en sí mismos están dotados de cualidades (por ejemplo, el cuchillo afilado, el coche veloz, la obra de arte bella), adquieren un valor cuantificable: aquello que valen en relación a los otros objetos del mundo: así, por ejemplo, la obra de arte puede ser más valiosa que un coche, que de seguro es más valioso que un cuchillo, y así sucesivamente, en virtud del valor relativo que por mediación del dinero les ha sido asignado. El dinero se constituye, de este modo, en el objeto por excelencia, aquél que permite intercambiar todos los demás objetos del mundo entre sí.
Se dice, por ejemplo, volviendo entonces al argumento anterior, que la amistad no se puede comprar. Y aunque como principio ético nos vale, en la realidad vemos que sí puede ocurrir. Como contrapartida, también se dice que todos tenemos un precio… y en estos tiempos en que la crisis económica generalizada está desvelando que la corrupción se ha infiltrado en las vidas de las personas mucho más de lo que nunca nos hubiéramos atrevido a admitir, hemos de reconocer que los antiguos valores (valor, por cierto, es un término económico) son los que están en crisis junto con la economía… ¿habrá un paralelismo que aún no ha sido suficientemente pensado? Vamos a dejar, por el momento, la pregunta ahí.
Hablábamos de cualidad y de cantidad. En nuestra civilización occidental, heredera del maniqueísmo, tan dada a dividir el mundo en dos, nos hemos empeñado desde tiempos inmemoriales –al menos desde Platón- a separar el mundo de las Ideas, sublime y perfecto, del mundo de las cosas, efímero y caduco. Por ejemplo, con la alianza entre el platonismo y el cristianismo, aprendimos a venerar el espíritu, el alma, y a condenar la carne. En definitiva, a apreciar la cualidad y a despreciar la cantidad.
Ahora bien. El tiempo se nos presenta aquí como algo problemático. Porque el tiempo es algo cuantificable: lo dividimos en segundos, minutos, horas, días, siglos, eras, etc. Se puede medir. Y a poco que sigamos en este sentido, podemos pensar la relación del tiempo con el dinero. Un antiguo amigo me dijo una vez que el trabajo no era ni más ni menos que el acuerdo entre dos personas: una posee dinero y la otra dispone de tiempo; la primera compra el tiempo de la segunda. Luego vemos que el tiempo, en el origen mismo de la economía, ya es dinero. Las almas bienpensantes no pueden –o no deberían- escandalizarse de esta deducción, porque es irrebatible. Me discutirán que el tiempo es otra cosa; los marxistas me dirán que no es el tiempo, sino la fuerza de trabajo… tal vez, pero la primera mercancía es el tiempo.
¿O tal vez es que hay dos tiempos, uno que se puede comprar y otro que no se puede comprar? Los romanos lo dividían en otium –ocio- y negotium –neg-ocio, es decir, lo contrario del ocio, su negación. ¿Dónde comienza cada uno? Vamos a pensar por un momento en la infancia. El niño, a medida que va creciendo, se va regulando por determinadas medidas del tiempo, la más básica de las cuales es el día y la noche: un tiempo de dormir y un tiempo de estar despierto; en parte, hay una serie de ritmos biológicos que contribuyen a establecer la objetividad de ese tiempo. La alimentación es el segundo elemento que regula el tiempo del niño. Y ahí vemos que la supuesta objetividad del tiempo ya es imposible, porque hay padres que son más flexibles y padres que son más intransigentes con dichos ritmos, lo cual tiene consecuencias en el crecimiento físico y psicológico del hijo. Con la adquisición del caminar o del lenguaje, también observamos diferencias muy pronto: hay niños precoces y niños retardados con relación al desarrollo de ambas habilidades. La relación del niño con su propio crecimiento, como vemos, no depende del todo de él. Posteriormente, se acomete la ardua labor del control de esfínteres, y en esto la variedad de conductas resulta curiosa. El hecho de que no se pueda orinar o defecar en cualquier sitio significa que tampoco se puede hacer cuando uno quiere; a menudo hay que “aguantarse”. El empeño de muchos padres en poner a sus hijos a hacer sus “necesidades” cuando no tienen ganas ilustra las formas diferentes en que se puede imponer esta disciplina del tiempo… ¡y aun hay adultos, como se dice vulgarmente y disculpen la expresión, que cagan como un reloj! O la obsesión por la rapidez y la eficiencia en la vida cotidiana, por poner otro ejemplo, define al cagaprisas



Luego la constitución del tiempo parece que algo tiene que ver con el Otro, con los otros que resultan significativos para el niño… porque, vamos a decirlo claramente, cuando el padre o la madre imponen reglas de conducta, imponen una violencia necesaria para el desarrollo psíquico del pequeño, que debe renunciar a placeres y necesidades que hasta ese momento no habían tenido control de ningún tipo: el niño se va a resistir de forma natural, pero para convivir con los demás deberá renunciar de forma dolorosa a la inmediatez de sus necesidades y deseos, para posponerlos, para dilatarlos. Y a la vez, el hecho de que papá o mamá quieran de mí esto o aquello, condiciona primero una determinada forma de conseguir su amor, su aprobación, el que ellos estén contentos conmigo, pero es que además ese modelo va a condicionar en segundo lugar la forma en que yo me relacionaré con los demás en el futuro.
Así pues, si podemos expresarnos de este modo, el niño vive en una especie de presente eterno, ilimitado, del que es progresivamente arrancado por las exigencias de la cultura, que poco a poco va parcelando ese tiempo y, con ello, capacitándolo para la convivencia. El exceso o el defecto en esta violencia necesaria que se ejerce sobre ese tiempo originario tiene, como digo, sus consecuencias: desde el niño que se somete con facilidad -y que acabará cagando como un reloj para complacencia de sus padres- hasta el que se rebela contra ello -y ahí, desde el estreñimiento hasta la diarrea, pasando por la enuresis, hasta formaciones más complicadas como el colon irritable, una serie de síntomas se constituyen expresando distintas formas de resistencia a la renuncia de la pulsión o de fracaso de esa misma resistencia. 
Madurar, por tanto, hacerse humano, implica, por tanto, salir del presente eterno edénico, paradisíaco, y hundirse en el tiempo finito, ser proyectado a un tempus dividido en pasado, presente y futuro, un tiempo que nos hace frágiles y, en definitiva, mortales.... pero humanos. La conciencia del paso del tiempo. Y por tanto, de su valor. El tiempo es oro...




sábado, 20 de julio de 2013



AMOUR, MON A(R)MOUR










El amor cortés es uno de los fenómenos que, si hemos de creer a Denis de Rougemont, en su ya clásico ensayo El amor y Occidente, más ha influido en el imaginario y en las formaciones simbólicas de nuestra cultura. Es un libro que les aconsejo a todos ustedes. Jacques Lacan, en su Seminario VII, La ética del psicoanálisis, lo nombra, aunque él personalmente prefiera los trabajos de Henry Corbin sobre la caballería espiritual en el sufismo y en el cristianismo. No voy a entrar en tan apasionante discusión, ni voy a glosar a estos autores, al menos no en esta entrada. Tan sólo quisiera dejar aquí un pequeño apunte que espero merezca su interés.

 

Y es que late en nosotros una extraña fascinación en la imagen que confronta y a la vez funde la desnudez o la pureza de vestimentas virginales en la mujer y la rutilante dureza de la armadura en el hombre. 




En este asunto, debemos ir más allá de escleróticas lecturas sobre la debilidad de uno de los sexos, tradicionalmente adjudicado al femenino, aunque no necesariamente. Podemos comprobar que de hecho, el uso de la armadura no es privativo de la posición masculina.



Sin embargo, a pesar de la existencia de mitos de doncellas y hembras guerreras, de amazonas fieras que subvierten esa consoladora y trasnochada certeza de que la mujer es el "descanso del guerrero", puesto que en efecto, durante un largo período de nuestra historia, nos guste o no, fue así... a pesar de ello, digo, creo que la iconografía de que disponemos, habrá de movernos a pensar de otro modo la esencial disarmonía de los sexos y su azaroso y nunca garantizado encuentro. 
Tal vez la "fortaleza" del hombre, representada por la invencible armadura, no sea sino una trampa, un destino fatal: incapaz de mostrar su fragilidad, el hombre se refugia en su armadura para resultar invencible a las armas de su enemigo, pero esa piel dura que lo protege se acaba convirtiendo en su más sórdida mazmorra: precisa alegoría del hombre que no puede amar a la mujer sin armadura, porque su simbólica desnudez lo feminizaría y lo volvería impotente. Los complejos y exquisitos rituales del amor cortés dan cuenta de la siempre imcompleta, precaria sublimación del sexo en amor... 
Amour, mon A(r)mour...








viernes, 19 de julio de 2013

PREFERIRÍA NO...


           
PREFERIRÍA NO…


Conferencia pronunciada el 8 de junio de 2013 en Pamplona, dentro del ciclo: "¿Y por qué no el psicoanálisis?", organizado por Espacio Psicoanalítico de Pamplona.








No es exactamente que estemos atravesados por el lenguaje, que nuestra carne, nuestro cuerpo, estén lacerados por el significante… Es que somos relato. La palabra “biografía”, que define la escritura de la vida, de los hechos señalados de la vida de una persona, es en sí misma una palabra antitética, que diría Freud, está formada por dos términos opuestos: “bios”, la vida, en su más material y biológico sentido, y “grafé”, la escritura, la inscripción. Escribir la biografía de alguien es precisamente eso: levantar acta de cómo la letra ha inscrito el cuerpo de ese ser viviente, cual si fuera una superficie destinada a ello.
            Somos relato, o lo que es lo mismo, efectos de escritura, y, en definitiva, ficciones. En su metafísica transcendental, Xavier Zubiri llegaba a la conclusión de que el Quijote no es menos real que cualquiera de nosotros. Incluso lo más íntimo de nosotros mismos, la memoria, la memoria de lo que somos, de lo que hemos sido, no es sino una reconstrucción imposible, entrelazada por recuerdos, pero también por olvidos, por lagunas, que hacen intrínsecamente imposible tener, no sólo una visión de conjunto de nuestro origen y nuestro pasado, sino ni siquiera la objetividad mínima para distinguir si determinadas evocaciones de nuestra vida pasada son reales o no, si ocurrieron “realmente” tal y como nuestra memoria nos las evoca. La naturaleza del olvido y del recuerdo, la imposibilidad de decir  el niño que fuimos o no fuimos alguna vez, que está y no está y tal vez no estuvo nunca… es la materia misma de la que el psicoanálisis emergió como una necesidad de los tiempos, del Zeitgeist.
                 El caso Hans está fechado en 1909. Está escrito al mismo tiempo o justamente después de La novela familiar del neurótico, en la que Freud nos muestra cómo surge la narratividad en el sujeto moderno, la concepción de que somos relato. No es casual que Proust comience a escribir En busca del tiempo perdido en 1908. La propia estructura de los grandes casos clínicos que Freud inicia con el caso Hans, y a partir de ahí la revolución que supone el relato psicopatológico (historial, se le llamará a partir de entonces) con relación a la tradicional anamnesis de la psiquiatría clásica, dará como resultado el descubrimiento y formalización por parte de Lacan de su concepto del tiempo lógico del sujeto, como radicalmente distinto del tiempo lineal, cronológico.
            Es esto lo que autoriza al psicoanálisis a “interpretar” personajes literarios, o cinematográficos, o a sus autores. En esa polémica sobre la legitimidad del psicoanálisis para “psicoanalizar” a Leonardo da Vinci, o a la Gradiva de Jensen o al Moisés de Miguel Ángel. Porque no se trata de “psicoanalizar” a nadie, ni de reducir el hecho creativo o artístico a su fundamento pulsional. Se trata nada más (y nada menos), que de escuchar esa escritura, su garabateo, y de poder decir algo de esa escucha, dar cuenta de esa escucha. Si al fin y al cabo, un personaje literario es el producto de la imaginación de un escritor, de un sujeto que produce esa ficción, por supuesto estaremos autorizados a considerar a ese personaje de ficción como una subjetividad; es más, esa subjetividad nos dice algo a nosotros mismos,  lectores del texto (tejido) literario, nos dice algo de nosotros mismos. Si no fuera así, no existirían escritores ni lectores.
            Dicho esto… ¿por qué Bartleby (cuyo atributo, por cierto es el de “escribiente”? ¿Por qué Bartleby? … ¿Y por qué no? ¿Y por qué no el psicoanálisis?

            La idea me llegó después, mucho después de haber elegido el tema de mi conferencia de hoy. El título que mis colegas y anfitriones han dado a este ciclo es “¿Y por qué no el psicoanálisis?”  Qué quieren que les diga, advierto, y se lo digo desde ya, a bocajarro, una secreta afinidad, una íntima complicidad, entre esta sentencia en modo interrogativo y la que nos va a ocupar en los próximos minutos…

No sé bien si es una leyenda urbana o no, pero se cuenta que en el examen final para optar a la licenciatura de Filosofía en una prestigiosa universidad norteamericana, se decidió poner una única pregunta a desarrollar por los aspirantes al título. La pregunta era: ¿Por qué? Se cuenta, e insisto, que no he podido documentarme sobre la veracidad de esta historia, qué sólo un alumno consiguió la nota máxima. Mientras sus otros correligionarios se esmeraban en desplegar y desarrollar todo su saber sobre ontología y metafísica, sobre las eternas preguntas del ser humano, sobre la justificación del mundo, del hombre, del mal… por su parte, él se limitó a contestar: ¿Y por qué no? Al modo de un moderno Bartleby, este joven podría haber respondido a la pregunta de su examen algo así como: Preferiría no contestar a esa pregunta.
Esta pregunta tiene la virtud de adoptar una cantidad de matices muy interesantes: puede ser tomada en su más serio sentido, como un elemento de discusión, al estilo hegeliano, de una antítesis que, oponiéndose a la tesis, aspira a una Aufhebung, a una “síntesis” tranquilizadora y totalizadora… pero puede tomarse como un desafío, como una insolencia…. Como la respuesta de un niño contestón a un dictado paterno…. No puedes hacer esto…. Ahhh! Y por qué no? Hay un estudio muy interesante de un filósofo belga, Michel Meyer, La insolencia. Ensayo sobre la moral y la política, que les recomiendo a todos ustedes, y sobre el que tal vez luego vuelva.
Sin embargo, hay un punto que me interesa más que el concepto de insolencia, y es que responder a la pregunta “¿por qué?” con un “¿Y por qué no?” supone algo mucho más transgresor: provoca una suspensión del juicio, del razonamiento. Cuando formulamos la pregunta “¿por qué?”, nuestros sistemas cognitivos esperan una respuesta afirmativa, una explicación o, en términos morales, una justificación. Es la pregunta final que el juez le hace al criminal, para intentar comprender su acto, pero también la que K. formula, angustiado, a sus jueces en El proceso de Kafka.
Esperamos, en definitiva, que alguien nos dé solución a un enigma, nos descubra una razón desconocida en el corazón de la incógnita, nos abra una puerta cerrada cuya llave no está en nuestra posesión. Esta es la función políticamente correcta del pensamiento: aclarar, explicar lo desconocido, arrojar luz sobre una materia. El trayecto esperable del pensamiento, inscrito ya en sus raíces platónicas, es un trayecto, si podemos decirlo así, lineal y ascendente, va de lo bajo a lo alto, de las cosas a las ideas, de lo particular a lo universal…. Es el fundamento mismo del conocimiento y la premisa básica de nuestra forma de entender el mundo, así como del ideal científico que domina nuestra civilización.
Sin embargo, hay otro modo de entender el pensamiento, el acto de pensar. En su magnífica obra Psiquemáquinas, el filósofo Miguel Morey nos dice lo siguiente:
“(…) el pensar será siempre un acto de indisciplina (…). Engendrado como un salto involuntario en el trazado mismo del proceso, el pensamiento, disciplinado y metódico, el pensar, es un acontecimiento que irrumpe en su curso para imponer un quiebro: nos obliga a mutar de umbral. (…) El pensar aparece en la fractura por la que se quiebra la pretendida normalidad que nos rodea, su disciplinado transcurrir: es esa fractura”
Pensar, por tanto, es inyectar en el cuerpo de lo Mismo el phármakon de lo Otro. Pensar es siempre pensar desde otro sitio. Porque siempre hay otra escena. Esa es una de las primeras iluminaciones de Freud.
Entonces, tenemos dos preguntas enfrentadas: “¿por qué?” y “¿por qué no?”…. además, vamos a matizar algo interesante: la pregunta completa es “¿por qué no?” Ese “y” nos lleva a una curiosa paradoja: mientras que la pregunta “¿por qué?” exige una respuesta monolítica y afirmativa, sometida a la tautología de lo Mismo…. El “y” incluye a su opuesto, es una partícula copulativa (en todos los sentidos que le quieran dar a copulativo). Es decir, que mientras la primera pregunta excluye a la segunda, ésta noexcluye a su antagonista, sino que la incluye. Probablemente el genio de Lacan, con su teoría de conjuntos, podría elaborar una especial topología con esta área de exclusión/inclusión que resulta de ambos interrogantes: es una intersección, un espacio imposible: el conjunto 1 excluye al conjunto 2… pero el conjunto 2 no excluye al 1.
Esa intersección, espacio de lo imposible, lugar inexistente, ou-topos, es precisamente el lugar de lo indecible, de lo indecidible: es más, la pregunta “¿y por qué no?” revela que su opuesta, “¿por qué?” no tiene una respuesta. Hay una indecibilidad, una imposibilidad intrínseca de quedarse con un “sí” o con un “no”. El “no” da consistencia al sí, pero a la vez y en la misma operación paradójica, lo in-consiste, le despoja de su consistencia.
Por poner un ejemplo preciso: el problema de la existencia de Dios. Entre el sí y el no, y después del acta de defunción levantada por Nietzsche, la pregunta sigue ahí. Y no podemos obviarla, nos obliga a seguir pensando, y de ahí la propuesta de Lacan, cuando apostaba por volver a estudiar la cuestión cada cierto tiempo. La audacia de Lacan consiste en hallar y nombrar esa zona de indiscernibilidad entre el sí y el no… no es que Dios exista o no exista, la verdadera fórmula del ateísmo no es “Dios no existe”…. La verdadera fórmula es “Dios es inconsciente”…. Y por qué no…?
Ahí, pues, y como una provisional conclusión, tenemos el “sí” y el “no” enfrentados y, una paradoja esencial: el “no” como condición del “sí”.  Freud mismo, escribe su célebre artículo La negación en 1925, equidistante en fechas, entre Más allá del principio del placer (1920) y El malestar en la cultura (1930), dato que yo no valoraría como casual, pero en el que no entraré a discutir, al menos por el momento.
En este artículo, Freud parte de un hecho clínico frecuente: una negación del paciente, durante su relato, por ejemplo de un sueño, que debe interpretarse como una afirmación. Así, “la persona que aparece en el sueño, claramente no es mi madre”, ha de entenderse como “claramente es mi madre”… Esta constatación clínica le lleva a Freud a pensar que este sencillo y habitual mecanismo de la negación tiene la función de cierto levantamiento de la represión.
“El contenido de una imagen o un pensamiento reprimidos –afirma- pueden, pues, abrirse paso hasta la conciencia, bajo la condición de ser negados. La negación es una forma de percatación de lo reprimido; en realidad, supone ya un alzamiento de la represión, aunque no, desde luego, una aceptación de lo reprimido. Vemos –concluye-cómo la función intelectual se separa en este punto del proceso afectivo”
Esta función intelectual, que es el juicio, el juicio del sujeto cuando “decide” negar o no algo dado, debe tomar, según Freud, dos decisiones. Por un lado, ha de atribuir o negar una cualidad a una cosa, según ésta aparezca como buena o como mala para elyo. Es decir, como algo que tiene que ver con la in-corporación y, por tanto, con la pulsión oral. Este juicio marca el principio de una división primera afuera/adentro, en tanto que elyo primitivo, guiado por el principio del placer, busca incorporar lo que percibe comobueno o beneficioso o simplemente útil, y expulsar o rechazar lo que juzga  malo onocivo.
Hagamos un inciso en la argumentación freudiana para destacar un hecho interesante, y es que, en la brevedad del relato de Melville, resulta curiosa la importancia, discreta pero especial, que se concede a la cuestión de lo alimentario. Veámoslo brevemente. De sus tres primeros trabajadores, Turkey y Nippers, desarrollan caracteres casi antagónicos en relación al momento central del día que es el almuerzo, a partir del cual, ambos transmutan su carácter en direcciones opuestas, siempre en relación a la digestión o indigestión de dicho almuerzo. Respecto al tercer ayudante del abogado, Ginger Nuts, al ser el menor en edad y responsabilidad, es el encargado de abastecer a los otros dos de unos pastelitos que baja a comprar a diario en los puestos callejeros.
Cuando Bartleby aparece en escena, el relato del abogado, tras las primeras impresiones y la descripción del lugar que se le habilitó para trabajar, nos revela algo interesante:
“Al principio, Bartleby hacía una cantidad extraordinaria de trabajo. Como si hubiese padecido hambre de copiar, parecía atiborrarse de mis documentos. No había pausa en su digestión”.
Descripción que contrasta trágicamente con el final del relato. Recluido en la cárcel por vagancia, Bartleby es visitado por el abogado, quien al enterarse por el proveedor de la cocina de la insalubridad del rancho de la prisión, decide sobornarle (práctica habitual) para que Bartleby esté mejor alimentado. “Déle de comer lo mejor que tenga. Y tenga con él todas las consideraciones”, le dirá.
Pese a la buena voluntad del abogado y a la eficiente gestión del proveedor, Bartleby rehúsa comer aquello que se le ofrece. En la estremecedora escena final, el abogado encuentra al joven acurrucado contra el muro de la prisión. El proveedor se acerca y se desarrolla el siguiente diálogo:
“-La cena está lista. ¿No va a cenar tampoco hoy?¿Vive sin comer?
-Vive sin comer –dije, y le cerré los ojos.
-Vaya, duerme, ¿no?
-“Con los reyes y los magnates de la tierra” –murmuré”.
Sería fácil apelar a una “clínica del vacío” para explicarnos esa red de significantes que se tejen en el relato: bulimia de trabajo, digestión/indigestión, anorexia, voracidad capitalista… todo ello está inscrito en él, pero de un modo que deja a Bartleby siempre fuera de todos los significantes: no participa de ninguno de ellos, está por fuera de todos ellos, él siempre preferiría no participar de ellos…
En cualquier caso, para Freud, esto lo desarrolla en Tótem y Tabú, la primera identificación con el padre es una in-corporación: la comida totémica, la última cena, como quieran llamarla, supone un ágape ritual a través del cual la comunidad fraternal acepta la Ley paterna. Pero vamos a dejar este punto en suspenso por ahora.
Estábamos con La negación de Freud, y decíamos que el juicio del sujeto debe tomar dos decisiones. Una sobre la cualidad del objeto a incorporar o expulsar, al objeto de conocimiento (saber viene de sapere, que significa saborear, llevarse algo a la boca, que es lo que hacen los niños pequeños para reconocer y empezar a investigar un objeto desconocido).
La otra decisión incumbe al juicio de realidad, es decir, el yo deja de servir al principio del placer, siempre según Freud, de modo que el sujeto debe decidir sobre la existencia real o no del objeto imaginado (alucinado) por el yo primigenio. Ese es el verdadero origen del pensamiento: la facultad desarrollada por el yo de reconocer la existencia de un objeto, aunque éste no esté presente perceptivamente. Aquí se reproduce la dicotomía dentro/afuera, o interior/exterior, en el sentido, como dice el propio Freud, de que “lo irreal, siempre imaginado, subjetivo, existe sólo dentro; lo otro, real, existe también fuera”…. Una reflexión, por cierto, que podría muy bien haber servido para encabezar la novela Moby Dick
Además, prosigue Freud, “la antítesis entre lo subjetivo y lo objetivo no existe en un principio”, y por tanto, “la primera y más inmediata finalidad del examen de realidad no es, pues, hallar en la percepción real un objeto correspondiente al imaginado, sino volver a encontrarlo, convencerse de que aún existe”…. Encontrar el objeto es siempre un Wiederzufinden, encontrar es siempre “volver a encontrar”…. De donde se deduce que el principio de realidad y el principio del placer no son enemigos o antagonistas, como una lectura superficial de Freud podría sugerir, y que Lacan nos denuncia en su Seminario La ética del psicoanálisis: no son antagonistas, sino aliados.
En fin, de este análisis del juicio, del razonamiento, deduce Freud algo que me interesa para introducir a Bartleby:
“El juicio es el acto intelectual que decide la elección de la acción motora, pone término al aplazamiento debido al pensamiento y conduce del pensamiento a la acción”.
El verdadero objetivo del juicio sería el de permitir el paso del pensamiento a la acción. Como saben, el rasgo principal de Bartleby, si podemos llamarlo así, es que su fórmula conduce a una progresiva inacción, de la que luego nos ocuparemos…
Pero hay más, porque Freud avanza su argumentación del siguiente modo:
“El juicio es la evolución adecuada del proceso primitivo por el cual el yoincorporaba cosas en su interior o las expulsaba fuera de sí, de acuerdo al principio del placer. Su polarización parece corresponder a la antítesis de los dos grupos de instintos por nosotros expuestos. La afirmación –como sustitutivo de la unión- pertenece al Eros; la negación –consecuencia de la expulsión- pertenece al instinto de destrucción”.
Aquí es donde quería llegar, de momento. Bajo el texto de Freud, y su delimitación de la naturaleza del inconsciente a partir de la Verneinung, late una reflexión sobre la pulsión de muerte, que a su vez es la base del célebre comentario de Jean Hyppolite (recogido en los Escritos de Lacan) al artículo de Freud.
Pero para hablar de Bartleby, para comprender de dónde surge ese personaje de ficción, enigmático y opaco, tal vez deberíamos antes hablar un poco de su creador, Hermann Melville.
Melville no fue un escritor apreciado en su tiempo. Sus dos obras principales, Moby Dick y Pierre, o de las ambigüedades, no fueron bien acogidas ni por público ni por crítica. De hecho, su genio literario no fue rescatado hasta 1921, en que el crítico Raymond Weaber publicó su ensayo Hermann Melville, marinero y místico.
Si Moby Dick se publica en 1851, en el panorama literario del momento, Hojas de hierba, de Walt Whitman es de 1855, Walden, de Henry David Thoreau es de 1854. La vida de Melville transcurre entre 1819 y 1891.
Durante el período de escritura de estas obras, la política estadounidense vivía el experimento de una democracia naciente (considérese que La democracia en América, de Alexis de Tocqueville fue editada entre 1835 y 1840), en un clima de disensión entre una corriente más europeísta, anglófila, dominante, y otra más cercana al nativo “piel roja”, individualista y mística, centrada en una utopía agrícola, que rechazaba el industrialismo y la vida de las urbes, y cuyo mentor intelectual fue Ralph Waldo Emerson…
Melville nace en Nueva York en el seno de una familia acomodada. El padre, de ascendencia escocesa, era propietario de un próspero negocio de sedas y textiles; la madre, hija de mercaderes holandeses. El padre, en sus viajes de compra-venta en Europa, había traído de París, aparte de muebles y otros objetos de decoración, un grabado que mostraba una gran ballena rodeada de barquitos y con arpones clavados en el lomo…
En 1930, el negocio del padre quiebra. Desolado por la ruina, enloquece y muere a los dos años, dejando mujer y ocho hijos. Aunque el país comenzaba un vertiginoso avance económico e industrial, la familia Melville sobrevive como puede, ayudada por la abuela materna.
En el verano de 1939, Hermann, con 20 años, se contrata como mozo de cabina en un buque mercantil rumbo a Liverpool y de ahí pasa a un barco ballenero en dirección a los Mares del Sur. De común acuerdo con un amigo, y de forma voluntaria, deserta del barco en las Islas Marquesas, donde vive con una tribu de caníbales que, curiosamente, le dan protección, hasta que es rescatado por un ballenero australiano.
En el año 1843 ingresa en la marina norteamericana, y viaja durante un año, al cabo del cual pide la licencia y arroja su uniforme al mar. No volverá a zarpar ya más. Pocos años después se casa con la hija del presidente de la Corte Suprema de Massachusetts. En 1951 publica Moby Dick y en 1952 Pierre o de las ambigüedades, que, como dijimos, fueron un fracaso editorial… Durante 20 años, hasta 1885, trabajó como aduanero en Nueva York.
Su hijo Malcolm se suicidó en 1867 y su otro hijo murió de tuberculosis en San Francisco pocos años después. Melville moriría olvidado de todos en 1891.
Desde sus años infantiles, el niño impresionado, fascinado por el grabado de la ballena, que vivió destinado a un futuro halagüeño, debido a la prosperidad económica familiar, y arrancado prematuramente de ese sueño, para vivir estrecheces y necesidades, aquel niño que experimentó las mieles del capitalismo y su peor sombra…. El joven aventurero, marino, desencantado de todo, huyendo de la civilización desarrollada… convertido en un adulto que no encuentra su sitio en una sociedad que cambia vertiginosamente, un parásito del sistema capitalista… Se sabe que uno de sus hermanos –al igual que el co-protagonista de Bartleby- fue un próspero y reputado abogado de Wall Street, y que durante años movió todas sus influencias para conseguirle a Hermann un puesto de cónsul, pero sin resultados….
Hermann se sumió en el hastío de un matrimonio sin alicientes, hastío que algunos críticos han querido ver en el propio personaje de Bartleby… Hermann se dedicó sus últimos años a escribir poesía, al final de los cuales escribió Billy Budd, marinero, relato que dejaría inacabado… últimos años de un hombre sumido progresivamente en el mutismo y en la inacción, alejado de un mundo que no le comprendía y al que él no comprendía…
Pistas biográficas para dar como concluyente la afirmación de que Bartleby es el alter-ego de Melville.
Ahora bien… ¿quién es Bartleby? Apenas sabemos nada de él… no se nos da absolutamente ningún dato de su pasado, ninguna pista que nos pueda permitir aclarar nada de su vida… Nosotros, los psicoanalistas, ávidos de rastros, de huellas, de información que pueda revelarnos algo, para poder lanzarnos a interpretar, de sus avatares edípicos, de su estructura clínica, de su fantasma….
Nada. Nada de nada.
Ni siquiera de lo que mueve a Bartleby a actuar como actúa.
Lo cual nos deja perplejos…. Necesitamos un sentido… psicoanalistas o no, necesitamos dar sentido a los actos, aunque sean silencios o inacciones… necesitamos una explicación: ¿por qué? ¿por qué se comporta Bartleby así?
Pues porque tal vez, la respuesta es precisamente esa: “Nada”.
Podemos presuponer, sin hacer un gran esfuerzo, que Melville era un adelantado a su tiempo, y que un personaje como Bartleby suponía un golpe demasiado duro para una sociedad optimista y autosatisfecha como la norteamericana. Triunfaría la novela de Henry James, por supuesto, por su carácter europeísta y culto, adorado y añorado por los ricos empresarios de la costa Este, que enviaban a sus hijas e hijos a Europa, para cultivarse, que visitaban Europa en luna de miel…. Triunfaría Henry James, hermano del insigne creador de la psicología pragmática, porque su escritura vanguardista, acorde con la europea de Proust, primaba un relato basado en el flujo de conciencia, en el individualismo, en valores que sentaban bien a la sociedad de su momento…
Melville no, Melville era un outsider, un calavera, un inadaptado. Como Bartleby mismo.
En su curiosa obra, Bartleby y compañía, el escritor enrique vila-Matas recupera una carta que Hermann Melville dirigió a su amigo Nathaniel Hawthorne, con el que mantuvo una intensa correspondencia, y en la que dice lo siguiente:
“Es maravilloso el no porque es un centro vacío, pero siempre fructífero. A un espíritu que dice no con truenos y relámpagos, el mismo diablo no puede forzarle a que diga . Porque todos los hombres que dicen , mienten; en cuanto a los hombres que dicen no, bueno, se encuentran en la feliz condición de juiciosos viajeros por Europa. Cruzan las fronteras de la eternidad sin nada más que una maleta, es decir, el Ego. Mientras que, en cambio, toda esa gentuza que dice  viaja con montones de equipaje y, malditos ellos, nunca pasarán por las puertas de la aduana”.
Por cierto, Vila-Matas abre su libro con una cita de Jean de La Bruyère que reza así: “La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir”… Melville es de la segunda raza, sin duda…
Es más, muy probablemente, y hasta donde yo conozco, Bartleby sea el primero, y por tanto el antecesor, de una serie de personajes que van a poblar la literatura desde entonces, y que nos hablan del malestar del sujeto moderno. Desde Lord Chandos, cuya carta imaginaria, dirigida a Sir Francis Bacon, y escrita por el genio de Hugo von Hoffmanstahl en 1902. Algunos personajes de Kafka, detenidos irremisiblemente frente a las puertas de la Ley. Hasta el Mersault de El extranjero, de Camus, pasando, por supuesto,  por El hombre sin atributos de Musil… incluso extraños humanos que pueblan los relatos de Cortázar, el protagonista de su inquietante Axolotl o de Las babas del diablo
En el cine, ese inquietante ángel que visita a la familia burguesa en Teorema, de Pier Paolo Pasolini sea bartlebyano. Al igual que él, la criatura melvilliana entra en escena como un aparecido para volver locos a los trabajadores del despacho de abogados. Con una sola mirada, con un gesto apenas, o con una simple frase, ambos muestran la desnudez de lo pulsional que brilla por debajo de todos los ropajes de las convenciones sociales, revelan como bajo la cotidianidad de los mezquinos síntomas neuróticos de cada actor de este teatro, de los narcisismos de las pequeñas diferencias, la vida se desvela en todo su terrible absurdo y sinsentido. Cuántos “preferiría no” quedan callados, congelados en el silencio de cada neurótico, apenas intuidos, como el fulgor de un cometa, para caer de nuevo en el silencio estridente de la vida cotidiana.
Precisamente esta última reflexión nos lleva a preguntarnos por Bartleby. Ya hemos visto que, como su creador Melville, es una inadaptado, alguien al margen de la sociedad, pero no sólo eso, sino que tiende a sacudir los cimientos sobre los que la sociedad se sostiene. En el texto, vemos cómo su “preferiría no” pone constantemente a prueba la paciencia del abogado, la paciencia y, más allá de ella, su certeza de buen cristiano, de hombre bueno y piadoso. No sabe qué pensar de él, qué hacer de él. Sus apreciaciones del comienzo: “esa figura pálida y pulcra, respetable hasta inspirar compasión, con un aire irremediable de desamparo”… “el más indefenso de los mortales”… su “cadavérico aplomo caballeresco”
Esas apreciaciones de conturbada admiración y piadoso paternalismo, dan paso a una sospecha: “Su seriedad, su falta de vicios, su incesante actividad (salvo cuando le daba por ponerse a soñar despierto detrás de su biombo), su silencio absoluto, lo inalterable de su conducta bajo cualquier circunstancia lo convertían en una adquisición valiosa. Lo fundamental era esto: siempre estaba allí”.
Es como una presencia ubicua, “siempre está ahí”. El tono del relato del abogado cambia inmediatamente:
“De inmediato me estremeció este pensamiento: qué triste compañía y soledad se ponen aquí de manifiesto. Grande es su pobreza, pero su soledad qué horrible”.
Al abogado le acomete un sentimiento de “dolorosa y abrumadora melancolía” que le hace anticipar un pesimismo inscrito en la visión de la condición humana, al que define como una “melancolía fraternal”… todos tristes, abatidos, pero fraternal y empáticamente unidos…. Este momento me recuerda a la fábula de los puercoespines de Schopenhauer, citada por Freud. Digamos entre paréntesis que Hermann Melville era lector fiel de Schopenhauer. En esta fábula, los puercoespines, frente a una dura e inhóspita noche de invierno, deben apretarse los unos contra los otros para no morir de frío, pero no tanto como para clavarse respectivamente unos a otros las púas.
Maravillosa alegoría de la condición humana: no nos soportamos pero estamos obligados a convivir juntos. La “fraternal melancolía”, brillante oxímoron, intersección imposible de opuestos, es la piedra clave del relato. En la conciencia de que sin los demás no puede sobrevivir el individuo, habrá de “apretarse” contra el prójimo, pero no tanto como para dañarse. Búsqueda neurótica imposible de la distancia justa, del acople de las púas para sufrir el menor daño posible, es la imagen muy gráfica de lo que supone el síntoma y el fantasma como construcciones que nos permiten esa supervivencia al estilo “ni contigo ni sin ti”. Y el presentimiento del abogado es que Bartleby (y, por tanto él y el resto de los mortales), es víctima de “un mal innato e incurable”.
El sentimiento de cristiana compasión y piedad, va dando paso, conforme avanza la historia a otro tipo de calificativos… llega a llamarlo “íncubo intolerable”, y progresivamente lo va dominando la desesperación, teñida de un tono de kantiana interrogación:
“¿Qué hago? ¿qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer, en conciencia, con este hombre, o más bien fantasma? (…) Está bien claro que prefiere aferrarse a ti”.
Como al ángel que visita a Jacob, Bartleby parece decirle al abogado, en su insondable mutismo: “No te soltaré hasta que no me bendigas”. Se convierte en su sombra, en su pesadilla…. Preferiría no tener que echarlo, preferiría no hacerle ningún daño, preferiría no… pero Bartleby se aferra a él como un íncubo, como un fantasma… y despliega todos los mecanismos del neurótico obsesivo para desprenderse de un fantasma, todos los pactos posibles: ignorarlo, sobornarlo, negociar con él, amenazarlo con gran sentimiento de culpa… pero él siempre está allí…
Ha aparecido la melancolía… ¿Es Bartleby un melancólico? ¿Podemos siquiera aventurar un diagnóstico para él?
En El melancólico y el creyente, el psicoanalista Francisco Pereña comienza con una interesante reflexión sobre la comunidad de los hombres y lo que la mantiene unida. Esa unidad es garantizada por una creencia, o más bien por un sistema de creencias comunes que no pueden ponerse en duda, a riesgo de destruir la ligazón fundamental. Sin embargo, para que esa unidad se mantenga como tal, debe existir un exterior que sirva como “enemigo”, como “peligro”, o como simple “chivo expiatorio”, en palabras de René Girard. Por Hegel sabemos que ontológicamente, el mundo se constituye a partir de una negatividad que da consistencia a la conciencia, al espíritu, a todo lo existente. Esta idea de la negatividad tiene consecuencias sociales y políticas obvias; también clínicas. De hecho, cuando el abogado decide mudarse de dirección y deja a Bartleby con el nuevo propietario del local, al ser instado por éste a buscar una solución urgente, se dice que“hay temores fundados de un altercado”.
El trabajo de la vida, como vimos en Freud, es una continua dialéctica, nunca resuelta, entre Bejahung, afirmación, y Verneinug, negación. De nuevo, la distancia justa entre los puercoespines… No podemos prescindir de la comunidad, de sus creencias, de la asunción de sus máscaras, de sus mentiras colectivas…. No podemos vivir fuera de ella, pero identificarse totalmente con ella también supone la desaparición del sujeto por la pérdida de su precaria individualidad, siempre acechada desde la vigilante mirada de los otros. Pereña habla de esta distancia y acude a Nietzsche, quien hablaba propiamente de un pathos de la distancia, del arte de la separación y del coraje de mirar de frente la mentira que somos, y escribe:
“El melancólico no sólo mira de cara la mentira que somos sino que queda petrificado por esa mirada, maestro del silencio y, finalmente, esclavo del silencio absoluto”.
Lo insoportable de Bartleby, y del melancólico, es que hace caer todos los semblantes en los que nos apoyamos, no hay defensa posible contra su mirada desvitalizada, en el fondo, todos somos un poco él, en todos nosotros habita un Bartleby que preferiría no… La melancolía, que fue idealizada desde la Antigüedad, y exaltada en el Romanticismo como la fuente de la creatividad, cosa que no está del todo alejada de la realidad, en tanto que es una de sus posibilidades, quizá la única, de establecer un sînthome... Como dice también Pereña, “la melancolía no sólo es una constante de la locura desde los griegos hasta la época moderna, sino que expresa también una especia de dolor universal en el que todos nos reconocemos”Weltschmerz, que dicen los alemanes, un “me duele el mundo”…
Hay un último punto que me interesaría dejar indicado, y que gravita en torno al relato. Sobre él se ocupa Deleuze ampliamente en su ensayo Bartleby o la fórmula. La relación entre Bartleby y el narrador del cuento es una relación, en cierto modo, paternofilial.
Qué es un padre es una de las preguntas fundamentales por las que nació el psicoanálisis. Y sabemos que ahí nace una imposibilidad radical, que habita en la cuestión de la identificación. Identificarse con el padre, al padre, o prescindir de él, desaparecer como individualidad en un mimetismo destructor o rebelarse contra él matándolo o haciéndolo, simplemente, innecesario… Ser o no ser, he ahí la cuestión. Bartleby denuncia como personaje alegórico que es, también la raíz de una sociedad, la americana, del american way of life, hoy ya globalizado… Dice Deleuze:
“De vocación esquizofrénica, y hasta catatónica y anoréxica, Bartleby no es un enfermo, sino el médico de una América enferma, el Medicine-man, el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros”.
Afirmación tal vez excesiva, muy del gusto un poco histérico de Deleuze, pero que no deja de ser una oportunidad para pensar…
De pensarnos también como psicoanalistas, de la posibilidad de la comunidad psicoanalítica, como se la llama a veces, de la institución, de su posibilidad, de la posibilidad de la transmisión. Y más aún, en nuestra propia práctica analítica, ¿no nos enfrentamos a diario con un Bartleby tumbado en el diván, que con su discurso, con su fantasma, con su demanda inconsciente, convoca al Bartleby que nos habita también a nosotros desde nuestro propio semblante?
Un último apunte. Se dice al final del relato del abogado que Bartleby había trabajado como ayudante en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. Parece ser que el propio Hermann Melville trabajó en una oficina similar en nueva York. La metáfora es un espléndido colofón a este absorbente relato, puesto que todos sabemos que, en realidad, ninguna carta llega jamás a su destinatario…
Escribir…. Y esto es algo que el propio Melville podría haber suscrito, escribir es dar lo que no se tiene a quien no es.