viernes, 2 de agosto de 2013

¿QUÉ ES UN PADRE? (O DE LOS NOMBRES DE LA LIBERTAD)

¿QUÉ ES UN PADRE? O DE LOS NOMBRES DE LA LIBERTAD...





      ¿Qué es un padre?
      En El animal moribundo, la excelente novela de Philip Roth, y en su adaptación cinematográfica, de la mano de Isabel Coixet, ua de las relaciones humanas más importantes es la que mantiene el protagonista, David Kepesh, con su hijo: una relación conflictiva, marcada por el fracaso, que nos va a permitir reflexionar sobre la función del padre.
      ¿En qué consiste la responsabilidad de un padre? ¿Qué enseña un padre a su hijo varón, qué ha de transmitirle? ¿Por qué podemos pensar que David ha fracasado como padre?
      
      Antes de responder a estas preguntas, es interesante ver cómo se realiza esa transmisión padre-hijo, para ver después qué es lo que se transmite.
      Ese cómo se llama identificación. Un ser humano se identifica con rasgos de personalidad o estilos de conducta de otro ser humano. El misterio para nosotros sigue siendo el hecho de que esa identificación es inconsciente, es decir, que el niño no decide qué rasgos de los progenitores o de otras personas importantes en su vida elige para sí mismo. La identificación fundamental, que influirá en todas las demás, es la sexual: en condiciones ideales, el niño se identificará con su padre y la niña con su madre.
      De "identificación" deriva también la palabra identidad, y entendemos por ella lo que somos, lo que nos define como seres únicos e irrepetibles.
      ¿Irrepetibles? De la misma raíz viene la palabra idéntico. Lo idéntico es una copia exacta del original, o se dice de una cosa que es completamente igual a otra. Y, en efecto, en nuestra experiencia cotidiana, admitimos que hay hijos que son "idénticos" a sus padres, en el físico y/o en el carácter.
      El reto está entonces en cómo construirse una "identidad" sin caer en lo idéntico. Si me hago humano identificándome con papá o mamá, ¿quién soy yo en realidad? ¿Qué es mío y qué no lo es? Esta suele ser fuente de profundos malestares: tienes el mismo carácter agrio que tu padre.... será abogado, como su abuelo.... etc, etc.
      Es obvio que, carentes de instintos animales que determinen nuestra conducta, los humanos necesitamos que alguien nos diga lo que tenemos que hacer, cómo hemos de vivir. Necesitamos un argumento, un "guión" de vida. En el placer que siente el niño cuando pide que le repitan una y otra vez, y siempre igual, el mismo cuento, reconocemos el mismo mecanismo: el niño espera siempre que papá y mamá le digan lo que tiene que hacer, y así va aprendiendo a convivir con los demás. ¿Y no seguimos haciendo lo mismo de adultos? ¿Seguir un guión, repetir constantemente los mismos actos, o pedir a los demás que nos repitan el mismo "cuento" para asegurarnos nuestra propia consistencia... no nos exime de la responsabilidad de tener que inventar un guión nuevo, de vivir de forma distinta a como nos han acostumbrado, de ser nosotros mismos por una vez en la vida?
      Entonces, ¿qué debe enseñar un padre? ¿Cómo asumir la tremenda responsabilidad de ser el modelo de esas identificaciones? Hay padres ausentes, que como superficies pulidas, no ofrecen al hijo nada donde agarrarse, ninguna posibilidad de identificación. Hay padres despóticos, que imponen un único modelo rígido e inmutable. entre uno y otro extremo, un buen padre... ¿no será aquel que, más allá de proponer un modelo u otro, permite al hijo interrogarse quién soy y, más aún, qué quiero ser? entre la identidad y la diferencia hay un camino que es único para cada ser humano y que, por ello, está llamado a recorrer. Un buen padre, tal vez, es el que permite al hijo, más allá de cómo él mismo sea, recorrer ese camino: acoger la diferencia. Ese es uno de los nombres de la libertad. La tan famosa reivindicación "Déjame cometer mis propios errores" significa déjame cometer los mismos errores de todo ser humano, pero a mi manera. Hay que preguntarse por qué los hijos suelen cometer los mismos errores que los padres. Se trata de no evitar al hijo el riesgo, el peligro, el dolor, sino acompañarlo en su travesía. No sobreprotegerlo, sino exponerlo con prudencia. No imponerle, sino proponerle.



      Ahora bien, ¿qué enseña un padre a su hijo varón? 
      Todos pensamos por cultura y tradición que lo que se transmite es la masculinidad, la virilidad: se le enseña que hay que tener dos -un buen par-, que hay que tenerlos bien puestos y que de vez en cuando hay que colocarlos encima de la mesa para hacerse respetar. Además de inculcarle la importancia de estar anatómica y metafóricamente dotado de autoridad, habrá que enseñarle una serie de valores: los hombres no lloran, mueren de pie y cuando se es padre se comen huevos, y así sucesivamente.
      O sea, que un hombre es, ni más ni menos, que lo que es capaz de mostrar y de demostrar, es decir, la potencia, en sentido amplio, en el plano sexual, social, económico, intelectual...
     Ahora bien, este, de nuevo, es el ideal. Porque no todos los padres tienen la misma potencia que transmitir. Y, además, no sólo la potencia en bruto: el buen padre debe enseñar al hijo que esa maravillosa energía para estar en el mundo, transformarlo y disfrutar de las cosas, tiene sus límites.
       No se puede todo, no se puede tener todo, no se puede ser todo. Un buen padre es también, y sobre todo, un padre ético. Y es ahí donde David Kepesh fracasa, porque condena a su hijo a una impotencia que no es sexual, ni económica, ni social: le condena a la impotencia ética, incapaz de decidir qué está bien y qué mal para su propia vida, incapaz de descubrir que la verdadera potencia de un hombre debe evitar los dos falsos extremos de la omnipotencia -creerse más de lo que se es- y de la impotencia -creerse menos-... Y este es el otro nombre de la libertad. David no es libre y hace a su hijo esclavo de su propia neurosis, le encadena a una identidad que le oprime porque no se reconoce en ella, al verse repitiendo la historia paterna.
      Hemos hablado de la libertad. La libertad no es decir lo que uno piensa, sino pensar lo que uno dice. No es hacer lo que uno quiera, sino querer lo que uno hace. ¿Es David consecuente con la libertad que él mismo predicaba y que, aparentemente, disfrutaba? Dejo la pregunta abierta...