I
Cuenta
Hitchcock en la larga entrevista concedida a François Truffaut y recogida en el
célebre libro “El cine según Hitchcock” que, de niño, su padre le envió a la
comisaría a entregar una nota a la policía. En la hoja se pedía con un guiño
cómplice al comisario que encerrara al muchacho, portador de la misiva, por
haberse portado mal.
Sir
Alfred nunca supo qué había hecho mal, cuál había sido aquella conducta tan
reprobable como para justificar aquel encierro arbitrario que duró apenas unas
horas. Nosotros tampoco lo sabremos… pero lo que sí sabemos es que su cine está
lleno de “falsos culpables”, de hombres buenos, inocentes, a los que se les
acusa de un crimen que no han cometido. Hitchcock es el Kafka del cine, y bien podría haber rodado, en lugar de – o al
igual que – Orson Welles, “El proceso”.
El Kafka… o el Dostoievski del cine. Pues crimen y castigo
son de algún modo los significantes que gravitan sobre la mayor parte de su
filmografía, de la que, a pesar de la mayoría de sus “happy ends”, ningún
personaje sale indemne.
Tal vez,
en lo más profundo de ese episodio infantil que nos relata un ya consumado
Hitchcock late una verdad inconsciente del sujeto, que marcaría su vida, a
través de su obra: la de que, en este mundo, nadie es inocente.
II
Hay un
principio jurídico que sentencia lo siguiente: “El desconocimiento de la ley no
exime de su cumplimiento”.
¿Cómo se
nos podría pedir algo así? ¿No parece una monstruosidad, una perversión, exigirnos
el cumplimiento de algo que ignoramos?
Por
poner un ejemplo sencillo: hace algunos años se juzgó en un pueblo de España a
un campesino analfabeto y se le
impuso una fuerte multa por cazar un lagarto ¡que resultó pertenecer a una
especie protegida!
¿Es que
la Ley nos exige entonces una responsabilidad
a cuya altura no vamos a estar nunca? Parece claro que en los crímenes típicos
(asesinato, robo) sí hay una conciencia general del mal y un acuerdo social.
Parece algo intuitivo, connatural – y de esa conciencia sólo pueden librarse
personas con debilidad mental o “locura transitoria”… Incluso si ampliamos el
repertorio a los diez mandamientos de nuestra cultura judeocristiana, la
mayoría estaría de acuerdo en aceptarlos, al menos los que tratan de cuestiones
estrictamente humanas (la mujer del prójimo, por poner un solo ejemplo), en virtud
del principio kantiano “no hagas a otros
lo que no quieras que te hagan a ti”.
Pero el
caso del labriego, o cualquiera de los juicios que conocemos, en los que no se
puede probar la culpabilidad del acusado; o el simple hecho de que muchas de
las leyes que nos rigen no pueden aplicarse como una fórmula matemática (¡qué
más quisiéramos!), sino que se pueden “interpretar”; o incluso el caso del
derecho anglosajón, basado en la jurisprudencia… todo esto nos demuestra que la
aplicación de la Ley no es asunto sencillo.
Es más,
si atendemos a la literalidad de la expresión, “presunto culpable”, podemos comprobar que, al igual que el saber,
la culpabilidad se “presupone”, es siempre “supuesta” al sujeto (a un sujeto al
que se ha de juzgar)
III
Pero
volvamos a la máxima que hemos deducido antes: “En este mundo, nadie es inocente”.
¿Quién
es inocente, por excelencia, en este mundo, a quién, con más pureza, se le
“presupone” inocencia?
Al niño.
Y es
más, esa inocencia viene asociada al hecho de la muerte… ¿no celebramos en
nuestro calendario de diciembre una matanza de inocentes?
El
rompecabezas se complica: matar a un inocente, matar al niño… (¿al niño que es?
¿al niño que hemos sido – o seguimos siendo – en el niño que aún es?)
¿Qué inocencia presuponemos al niño y qué culpabilidad al adulto?
Más aún:
en la vida (y por tanto también, y en especial, en la clínica), la culpabilidad
no parece una cuestión de saber, sino de sentir; uno se siente culpable. La culpabilidad sería, pues, algo que nos
afecta, una affectio, como dirían los
latinos.
IV
¿Cómo
salir de este embrollo? Creo que es el propio Truffaut el que nos da una pista
clave. En el citado libro, él le hace al maestro una agudísima observación: ¿no
relatan sus películas, en el fondo, miedos infantiles, pesadillas propias del
niño? ¿No son los argumentos de sus films muy similares a los cuentos que todos
hemos oído o leído de pequeños?
Georg
Groddeck, el extravagante discípulo de Freud, sentenció en “El Libro del Ello”:
“miedo es deseo”. Claro está,
hablamos de deseos prohibidos. Según esta idea, uno teme aquello que desea… o
más bien teme ser castigado por aquello que desea, porque aquello que desea es
malo, y/o está prohibido.
Pues
bien, ¿no es el Complejo de Edipo, tal y como nos lo describen Freud y Lacan,
el lugar exacto que nos permite articular el miedo y el deseo, el sujeto y la
culpa? Pensemos en Encadenados, en Con la muerte en los talones, en Vértigo y, por supuesto, en Psicosis. ¿No pululan por estos films
madres posesivas o muy absorbentes, padres perversos o villanos psicópatas,
rubias inalcanzables cuyo amor tiene que conquistar el protagonista después de
salvar innumerables peripecias y peligros? Tal vez, es posible, que los films
de Hitchcock nos describen como ningún otro la aventura edípica.
V
Hitchcock
mismo nos enseñó que los actos (que es por lo que se nos suele juzgar) no son
lo verdaderamente importante, no son lo decisivo.
Esa es la base de su famoso McGuffin.
Hitchcock inventa con él un dispositivo narrativo excepcional, que consiste en
presentar un objeto, una trama o incluso un personaje que resulta ser una pista
falsa, que nos mantiene la atención hasta que se nos revela que lo decisivo de
la historia transcurre en otra dirección. Es decir, es algo que pone en marcha la
narración, aunque en su transcurso se demuestra in-significante, es decir, carente de significación. El niño que
comete travesuras no lo hace básicamente por un placer psicomotor o sensorial,
aunque lo obtenga como ganancia secundaria; lo que busca el niño es captar la
atención de mamá o de papá. Pues bien, la travesura es un McGuffin.
El McGuffin nos demuestra, pues, que los
actos, y aun los objetos que perseguimos no son lo más importante. Pensemos en
la vida real: ¿se siente uno menos culpable
por haber deseado algo que por haberlo realizado? ¿Es el objeto imaginado
en/por nuestro deseo el mismo con el que nos encontramos, aquel sobre el que
recae nuestro acto de apropiación o destrucción? Por volver a Hitchcock con dos
ejemplos: ¿Son las víctimas de Norman Bates, en Psicosis, los verdaderos objetivos de su impulso asesino? ¿Es Judy
el verdadero objeto de amor de Scottie en Vértigo?
Si, como sostiene Lacan, el deseo es deseo del Otro, es en esa alienación
constitutiva donde el sujeto se pierde – en sentido literal y figurado – y de
donde nace su angustiada pregunta – que es la pregunta de Alfredito - :
¿Por
qué habría de castigarme papá, si no he hecho nada malo?
El vértigo primero y definitivo es el de
la infancia.
(Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido bajo la autorización expresa de este sitio web)