LA MEJOR OFERTA
LA MEJOR OFERTA.
Giuseppe Tornatore (2013)
Ponencia leída el 9 mayo de 2014 en el Ciclo de Psicoanálisis y Cine realizado en la Universidad de Alicante bajo la organización del Centro El molinet.
Subastar. Poner a la venta un objeto que ha pertenecido a
alguien. La mejor oferta, el título del film, designa el acto por el cual el
objeto –preferentemente artístico- pasa a las manos de un nuevo propietario: el
mejor postor.
Postor viene de apuesta. Apostar: poner (dinero) sobre una
elección. En una apuesta, se puede ganar o perder. Uno apuesta en una carrera
por el caballo que cree que va a ganar, por ejemplo.
En toda subasta, hay una pregunta que guía su desarrollo
hasta la adjudicación final: Alguien da
más? Dar más, dar de más. Todos sabemos que en las subastas, por lo
general, el precio definitivo que alcanza un objeto suele ser muy superior a su
valor original, a su “precio” de salida. Se habla de “exorbitante”, apelando a
la astronomía, como de un cuerpo, un objeto celeste, que se ha salido de su
órbita y que, por tanto, se ha liberado de la ley de la gravedad que ata al
resto de los cuerpos materiales.
En definitiva, el objeto en cuestión queda investido
(investir e invertir tienen, por supuesto, la misma raíz, genialidad exclusiva
de Freud)… investido de un valor muy superior al que la imposible objetividad o
la razón o incluso el sentido común podrían adjudicarle. ¿No se comporta el
amor de esta manera, con un algo de exorbitante, con un dar-de-más y, por
supuesto, como una apuesta?
Más aún, si trasladamos la mecánica de las subastas a la
vida, veremos que hay grandes similitudes. La pregunta propia de la subasta de
arte, la cuestión implícita a cada uno de los asistentes a dicho acto, aquello
por lo que todos y cada uno de ellos es interpelado, convocado, sería lo
siguiente: ¿Cuánto estarías dispuesto a
pagar por ese objeto? ¿Cuánto vale para ti? Aquí, como acabamos de decir
del amor, la respuesta a menudo entra en el ámbito de lo exorbitante, de la
des-mesura. No hay medida.
Pensemos sólo como un ejemplo en la última y definitiva
invasión a Irak. Claro, todos pensamos en el petróleo o en las armas de
destrucción masiva. Pero consideremos que desaparecieron de los museos y
excavaciones arqueológicas del país infinidad de obras de arte y vestigios de
incalculable valor, muchos de los cuales (algunos sí) no pasaron por las salas
de subastas de Nueva York o Londres, sino que acabaron directamente en manos de
coleccionistas particulares que con toda seguridad pagaron fortunas para
contratar comandos mercenarios que sacaran esas joyas del pasado en mitad del
caos de la guerra. ¿Imaginan la cantidad de miles de millones que pudo mover
ese negocio?
El robo, el expolio… pero también la falsificación, son
constantes en el mundo del arte. También, si lo pensamos, en la vida misma, y
especialmente en las relaciones de amor (sean sexuales, de pareja,
paterno-filiales o de amistad). Ahí rige una economía del gasto, como diría
Bataille. La figura del potlatch, rito antropológico que consistía en destruir
los bienes de una comunidad en una orgía festiva. ¿Quién da más?
¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ese objeto? Entendamos
por objeto, tal y como lo designa el
psicoanálisis, algo que puede referirse a una persona, a un animal, un trabajo,
o cualquier ente imaginable, físico, real o abstracto. Y convengamos en que
“pagar” es también un término genérico que engloba el dinero, el tiempo, la
energía física o mental… la vida misma, en fin. Se puede llegar a pagar con la
propia vida, ¿no?
Por ejemplo, Virgil Oldman, el protagonista de La mejor oferta, no ha apostado por la
vida. O ha apostado por lo que él considera que es la vida: una existencia
solitaria, enguantada, apartada físicamente de su entorno en una imposible
profilaxis. Y, sobre todo, rodeado de cuadros, en su cámara secreta, verdadera
caverna platónica (nunca mejor dicho, si hablamos de amor); rodeado de cuadros,
decimos, que representan metonímica y obsesivamente el “eterno femenino”, si me
permiten definirlo así. Se ha negado el amor. Como confesará a Robert en un
momento del film: “El respeto que siento
por las mujeres es igual al temor que les he tenido y a la incapacidad de
comprenderlas”. Incapaz de sostener una relación en la vida real, él queda
capturado en la contemplación infinita de la belleza femenina, de la esencia
femenina, pero encerrada entre cuatro paredes. Sin riesgo. Sin apostar
realmente. Billy, el pintor fracasado, amigo de Virgil, se define a sí mismo
con respecto a él como “tu amigo, tu
cómplice, tu leal proveedor de mujeres”.
Bajo esa fragilidad extrema, Virgil es un hombre reputado,
qué duda cabe, un gran profesional, dueño de un más que importante patrimonio…
semblantes que empiezan a caer al contacto con una mujer de carne y hueso de la
que sólo puede tener la voz…
Giuseppe Tornatore ha sido siempre un director de ideas. Muy
alejado del neorrealismo de sus predecesores y del cuasi-surrealismo de un
Fellini, Tornatore navega en una especie de cine neobarroco, romántico, repleto
de guiños mitológicos y con un fuerte elemento de compromiso social. En la
secuencia del restaurante, al comienzo del film, el director nos deja muy claro
lo que piensa de su personaje protagonista: es un ser solitario, huraño,
adusto, prácticamente asocial. Se nos hace antipático de entrada. Más aún, es
el retrato de un muerto en vida, de un ser desvitalizado. El detalle de la
tarta de cumpleaños, confeccionada
especialmente para él con una receta ancestral y exclusiva, nos muestra cuán
poco gusta de los “dulces” de la vida. Su excusa, “mi cumpleaños no es hoy,
sino mañana”, se despacha con un despreciativo “hasta pasado mañana”. Otro detalles de su fobia a lo vivo es que
toda la vajilla y cubertería que utiliza en sitios públicos lleva sus
iniciales: él no quiere dejarse contaminar por el mundo.
Sin embargo, el humanismo renacentista de Tornatore pronto va
a permitirnos asistir a una humanización de su personaje o, por seguir con el
símil, a una “vuelta a la vida”. Su nombre ya evoca, por un lado, la vejez:
old-man, una cierta renuncia a la vida, al futuro… Y Virgil es, literalmente,
Virgilio, el poeta que guía a Dante a través de las tres dimensiones
(dit-mansions, al decir de Lacan) en que se divide el mundo según el imaginario
cristiano: cielo, infierno y purgatorio.
Virgil ya tiene una cierta idea, apenas consciente, de su
falla. Dice, literalmente, “no es el
objeto en sí lo que despierta mi curiosidad, sino su contradicción”.
Curiosidad. En otro momento dice, respecto a la muchacha por la que se ha
sentido fascinado, que “desear no es la
palabra; curiosidad, tal vez”. La curiosidad supliendo al deseo. Él sabe de
esa desvitalización de algún modo. Él es consciente de su identificación con Claire
Ibbetson, la joven huérfana cuyas propiedades ha aceptado tasar: dos seres con dificultad para salir al mundo,
para relacionarse con la vida.
Es decir, en Virgil el deseo no ha muerto del todo. Él se
deja fascinar por la joven a pesar de que oscuramente se intuye que algo no
parece cuadrar del todo en la historia de la chica, en sus actitudes. Ciertas
dudas planean casi desde el principio en matices muy sutiles de los diálogos.
Sin embargo, Virgil, a pesar de ello, decide apostar. Cuando le pregunta a su
secretario, Lambert, cómo es eso de estar casado (el fiel secretario lleva ya
casi 30 años), éste le contesta: “Es como
participar en una subasta. Nunca sabes si la tuya es la mejor oferta”. Más
tarde, le pregunta a su amigo, Billy, el pintor, sobre la autenticidad, y éste
le responde que todo, absolutamente todo se puede falsificar: una obra de arte,
un sentimiento, una emoción, el odio… hasta el amor. Sin embargo, a pesar de
ello, siempre hay algo auténtico en toda
falsificación. Hay un algo auténtico, algo subjetivo, un rastro, una
huella, una cifra, una firma… Cuando Claire le dice a Virgil que, pase lo que
pase, él debe tener claro que ella le quiere de verdad, no está mintiendo.
Lacan resolvió esa paradoja sofística de que el que miente dice la verdad: la lógica
del inconsciente nos lo muestra en la clínica a diario. Empezando por el hecho
de cuán a menudo uno se miente a sí mismo. Recordemos que odio, amor e
ignorancia son las tres grandes pasiones que el hombre comparte con los dioses.
Y la ignorancia no es no saber, sino no haber querido saber. El momento de
verdad siempre llega de algún modo intempestivo, extemporáneo, el momento de
verdad es a menudo un aprés-coup.
Podemos decir que la cruel mentira a la que ha sido sometido
Virgil por parte de aquellos que consideraba sus amigos, y por parte de su
espúrea amada, esa mentira le derrumba la gran mentira en la qué él, sólo él
había estado siempre involucrado. Y le abre a la verdad del deseo. Su decisión
final de instalarse en Praga, no sabemos por cuánto tiempo, hasta cuándo, es un
hermoso final abierto, el nacimiento de Virgil a su ser como sujeto deseante.
Una mentira cura otra mentira. Lógicas del sujeto…
Cuando Lacan adopta la terminología aristotélica de la Física, emplea dos términos muy
peculiares: automaton y tyché. Estos
dos términos intentan explicar en la antigua Grecia el movimiento en el
universo, y dilucidar las causas del mismo. Es decir, en definitiva, lo que
ocurre en el mundo, lo que sucede a las personas… es causado por el Azar o por
la Necesidad, el lugar que el destino ocupa en las vidas de los seres.
Automaton y Tyché son dos formas de nombrar ese Real incognoscible al que
nuestras vidas, supuestamente predestinadas o no, se desconocen en el presente
y quedan inevitablemente proyectadas hacia un futuro, un por-venir
indeterminado, guiado por la huida de lo fatídico, el intento de evitar lo
fatídico, y la búsqueda utópica de la felicidad.
El automaton es la representación del eterno retorno, de la
pulsión de repetición. Todo se repite, lo reprimido vuelve siempre, aunque sea
bajo otras máscaras. La cadena de los significantes se reproduce de forma
infinita… pero lo Real sobreviene, y sobreviene en forma de encuentro: uno se
encuentra lo inesperado, lo no deseado… o lo deseado en la forma de no-deseado.
El autómata del film, magnífico Mcguffin digno del propio Hitchcock, representa
a la perfección esta cuestión. Virgil no deseaba sorpresas en su vida, que se
repetía de forma implacablemente matemática hacia una acumulación de lo mismo.
Ahí surge lo otro, la diferencia, en forma de bella muchacha desamparada,
reflejo del propio desamparo del protagonista. Su encuentro con lo Real –es
despojado de aquello que amaba- esa Tyché terrible, despiadada, le conduce sin
embargo a algo nuevo. Como diría Nietzsche, a un eterno retorno de lo otro. Él
repite el momento en que Claire fue feliz: en aquél café de Praga, “Night and
day”, decorado de nuevo con maquinarias de relojes –alegoría del paso del
tiempo-, Virgil se sienta a esperar algo nuevo. Su deseo se ha abierto a la
vida…
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