Pero la realidad gusta de
esconderse.
(…)
En unos mismos ríos entramos
y no entramos, estamos y no estamos
(…)
Lo mismo y en lo mismo
viviente y muerto, y también lo despierto y lo durmiente,
y también joven y viejo.
Pues esto, convertido, es aquello, y aquello a su vez,
convertido, es eso.
(…)
Que vivimos nosotros la
muerte de ellas y viven ellas la muerte nuestra.
HERÁCLITO, Fragmentos.
No estamos hechos para el
mundo.
El mundo es inhóspito. In-mundo,
solía decir Heidegger, jugando siempre a las etimologías. Hay que hacerlo
habitable.
La hermosa frase que nos han
enseñado desde pequeños en la escuela, aquella que muestra el incipiente pero
poderoso genio, humanista avant la lettre, de la Grecia Clásica, “el
hombre es la medida de todas las cosas”, en realidad tiene otro significado
muy distinto al que nuestra bienpensante y autosatisfecha pedagogía pretende
inculcarnos. Fue inventado por los hoy tan –injustamente- denostados sofistas.
Se refiere más bien a la relatividad de todas las cosas. En verdad, la realidad
está hecha a medida del hombre, en tanto él la mide; todo está sometido al
cálculo, a la perspectiva, al interés. Por tanto, si yo sostengo una verdad y
tú otra distinta, se deduce que no hay verdad absoluta. El mundo está hecho a
la medida del hombre en tanto bricolaje con que cada uno se fabrica su
“realidad” para poder vivir en ella.
Pero hay más. Porque el mundo
escapa siempre a las medidas. El tamaño del mundo se encoge o agranda, se hace
claustrofóbico o agorafóbico. Nuestra relación con el espacio –y por tanto con
el tiempo- no está dada ni por instinto ni por revelación divina, ni por
estructuras apriorísticas de la mente, como pretendía haber descubierto Kant.
Simplemente, no hay medida.
Todo es des-medido. O el mundo me invade, o me es ajeno. Frente a esta
vivencia, al ser humano no le queda más remedio que acercarse al mundo, a las
cosas de este mundo, o alejarse de él, distanciarse. Desde el libertino al
anacoreta, como figuras extremas de esta tensión irresoluble de distancias,
cada individuo está aquí para encontrar la presencia justa en el mundo,
aquella en la que pueda instalarse y vivir.
Sin embargo, el mundo ofrece
una resistencia a nuestro deseo de encontrar un lugar en él. Lo terrible de la
Naturaleza amenaza siempre nuestra estabilidad, nuestra precaria seguridad.
El mundo, y lo que en él
sucede, está dominado por la in-justicia. Justo es aquello que está en su
sitio. Como cuando decimos que algo cabe “justo” en el sitio que le ha sido
destinado. Así pues, en esa des-mesura del mundo y en el des-centramiento del
hombre, hallamos la raíz de la in-justicia.
Cuando ocurre una desgracia, nuestras primeras palabras son: “no es justo”. Esa
Verdad tremenda y última es lo Real.
Lacan definió lo Real –así, con
mayúscula, para diferenciarlo de la mera realidad- como aquello que queda
excluido de lo simbólico. Es decir, como todo aquello a lo que no podemos ponerle
palabras, aquello a lo que no podemos dar sentido, el sin-sentido. Ya
hemos visto cómo la Naturaleza, el Mundo, se presenta, en su desnudez, como lo
Real. Pero lo Real habita también lo más íntimo del ser humano: aquello que no
puede nombrarse, lo innombrable: el Sexo, la opacidad del Cuerpo, lo Real de la
Carne, la crudeza de la Vida… y lo Inconsciente, que dice de nuestra alienación
radical, la imposibilidad de nuestra propia identidad: ¿quién soy yo, si estoy
hecho a imagen y semejanza del Otro? ¿Soy yo o no soy?
Así, en definitiva, “lo Real”
es un tsunami, la muerte brutal de un ser querido, un atentado terrorista, el
abuso sexual de un padre…
Todos esos elementos aparecen
conjugados en Más allá de la vida (Hereafter), la última película
hasta la fecha de Clint Eastwood, entrelazando tres historias paralelas que
confluyen en un final emocionante pero improbable, un tanto inverosímil, que ha
defraudado a muchos críticos y espectadores, tal vez por no atender a ciertas
coordenadas que Eastwood nos delinea de forma muy sutil. Pero avancemos un poco
más.
¿Cómo soportar lo Real? ¿Y cómo
vivir, frente a la ubicuidad de la Muerte?
A lo largo de los siglos, el
hombre ha ido construyendo mecanismos culturales para poder dar un sentido a lo
incomprensible, saciar su sed de justicia y proporcionarle un consuelo al
infinito dolor de la existencia. El más poderoso de estos mecanismos ha sido –y
es-, sin duda, la religión. La religión, que nos promete un Más Allá (es la
traducción literal de Hereafter, el título del film) de completud. La
religión, que nos asegura la vida eterna y la posibilidad de reencontrarnos con
los seres queridos más allá de las fronteras de la muerte.
Re-ligión, re-ligare.
Unirnos a lo que está más allá: la posibilidad de comunicarse con quienes están
en el más allá. Sería esta una de las formas de la justicia: que aquello que ha
sido brutalmente separado pueda volver a
unirse. El film de Clint Eastwood explora esta posibilidad pero con una mirada
que, hundiéndose en los tópicos, escapa de ellos.
A primera vista, sorprende que
un autor como Eastwood se haya embarcado en una historia semejante, que supone
un cambio de registro radical respecto a su anterior filmografía. Sin embargo,
una mirada un poco más atenta nos revela una profunda coherencia por encima de
las apariencias.
Si hubiéramos de resumir con
una palabra, con un significante, todo el cine de Eastwood, sería ésta:
JUSTICIA. Desde sus primeros spaguetti westerns, Clint se nos revela
como una especie de justiciero, un personaje a veces forajido o mercenario, a
veces aventurero buscavidas o pícaro, pero siempre con un férreo e indoblegable
sentido de la justicia. Después, la saga de Harry el sucio nos muestra a un
agente de la ley que acaba tomándose la justicia por su propia mano.
Sus primeros films como
director, pese a una variedad de temas e intereses de los que no nos ocuparemos
aquí, profundizan esta primera trayectoria, y llegan a 1985 con El jinete
pálido, en el que ya se anuncia un primer contacto con lo sobrenatural.
En 1993 dirige Un mundo
perfecto, dramática road movie en la que desde una cierta mirada
infantil (la del protagonista) intuimos la irónica amargura que el título del
film no esconde en ningún momento.
En 1995 traslada la
imposibilidad de un “mundo perfecto” de las escenas del crimen a las del amor
en Los puentes de Madison y a la crueldad de la vida en Million
Dollar Baby (2004)
Con Gran Torino (2008),
Eastwood sigue indagando en los mecanismos de la justicia pero da una vuelta de
tuerca, al renunciar por primera vez a la violencia en la resolución del drama;
renuncia, para ser más precisos, a ser el ejecutor, el agente de la violencia.
Y con ello, el sentido de la justicia adquiere una nueva dimensión.
Más allá de la vida, a la luz de lo que hemos escrito hasta ahora, tiene
una lectura fácil: su autor, un hombre en plena senectud, empieza a preguntarse
por la muerte. El arrogante e invencible Harry el sucio se ha ablandado, se ha
vuelto piadoso, ha derivado hacia una senil beatería.
Pero hay otra lectura.
Marie
Lelay, la intrépida periodista, muere (y vuelve de la muerte) intentando salvar
a una niña del tsunami. Marcus deambula por el Londres esotérico para poder
establecer contacto con su hermano gemelo asesinado. George Lonegan, para quien
sus poderes psíquicos no son un don, sino una maldición (como él mismo
lamenta), es un entusiasta de Charles Dickens, el autor de Oliver Twist o David
Copperfield.
¿No será este el verdadero
mensaje del film: mostrarnos el desamparo radical de la infancia? ¿No somos
todos niños asustados en la inmensidad de lo desconocido? ¿No tiene acaso la
infancia misma un algo de más allá de nuestra experiencia como adultos,
no es un enigma, nuestro pasado, ese niño que fuimos o lo que de ese niño
perdura en nuestro inconsciente?
Y a la vez que el niño encarna
el pasado de cada uno de nosotros, ¿no representa también el futuro, el
porvenir, la posibilidad de continuar? ¿No debemos partir de este principio de
responsabilidad, de esta ley de la hospitalidad (tal y como la formula el
psicoanalista Francisco Pereña)… salvar al niño que fuimos en el niño
por-venir?
Pues más allá (más allá)
de las creencias de cada uno, de la fe de cada uno, los fantasmas, los muertos
con los que queremos entrar en contacto, existan o no en el sentido
vulgar que damos a la expresión existir, dicen lo esencial de nuestro estar en
el mundo. Como dice Jacques Derrida en el exordio a su obra Espectros de
Marx:
“El aprender a vivir (…) es
algo que no puede suceder sino entre vida
y muerte. Ni en la vida ni
en la muerte solas. Lo que sucede
entre
dos (…)siempre precisa, para
mantenerse, de la intervención de
algún fantasma.
(…) Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él,
desde
el momento en que ninguna
ética, ninguna política, revolucionaria o
no, parece posible, ni
pensable, ni justa, si no reconoce
como su
principio el respeto por
esos otros que no son ya o por esos otros
que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han
muerto
ya, como si todavía no han
nacido”
Clint
Eastwood nos da una nueva lección narrativa. Pero hemos de saber leerla
correctamente. Si, como decía Heidegger, no hablamos, sino que somos hablados
por el lenguaje, si hay un sujeto que no coincide con el yo, la pregunta
“¿Quién habla?” adquiere todo su sentido: los muertos nos hablan, nos
interpelan y piden justicia o “se aparecen” para restituirla y no descansarán
hasta conseguirlo… ¿qué querrían, si no, de nosotros?
Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido con la autorización de dicho sitio web
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