DE LA INTERPRETACIÓN
CONSIDERADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES: BASES FILOLÓGICAS Y FILOSÓFICAS DE LA
INTERPRETACIÓN.
I. PROFUNDIDAD, ESPERA Y
OLVIDO.
Pensar la
interpretación no es posible fuera de una reflexión general sobre la palabra.
Además, la palabra interpretación, objeto de una disciplina como la
hermenéutica, adquiere en psicoanálisis unas dimensiones que desbordan su uso
tradicional. Me gustaría proponer un pequeño viaje a los confines de la
interpretación para extraer de ahí motivos de reflexión, interrogantes nuevos
que, como en la mítica Odisea hacia Ítaca, nos vuelvan más valioso el propio
trayecto que la llegada en sí, considerando que haya una Ítaca a la que llegar…
La interpretación busca la profundidad, ama la
profundidad. Y en nuestra metafísica
occidental, el ser-de-las-cosas, lo veremos más tarde, está oculto en las
profundidades de la materia, de las apariencias y de los signos.
Interpretar sería hallar un acceso, un camino, hacia esa
profundidad. Ese es el sentido –en tanto dirección- habitual del conocimiento:
profundizar… profundizar en la materia, se dice. Curioso. Pro-fundo, es
decir, ir hacia lo hondo, hacia el fondo, el fondo de la cuestión. ¿Pero qué
pasaría si no hubiera fondo? ¿Si se abriera a nuestros pies un abismo sin
fondo? La interpretación, la palabra, quedarían abocadas a una nietzscheana
caída libre sin fin.
Cierto, Freud dice que hay un contenido manifiesto y un
contenido latente –como Lacan dice que hay un enunciado y una enunciación. Y
esa formulación, podríamos decir, cae en parte en las redes de la metafísica,
puesto que, a través del primero, del manifiesto, profundizando, llegaríamos al
latente, escondido: hallaríamos su sentido y significado. Sin embargo, en La
interpretación de los sueños, es el propio Freud el que nos recuerda la
existencia de un enigmático ombligo del sueño, a partir del cual ya no
se puede interpretar más. Y con esa intuición poética, Freud vislumbra algo que
Lacan va a nombrar como lo Real y lo Imposible. Mientras la interpretación, al
estilo clásico, puede ir profundizando cada vez más, acercándose a ese fondo
anhelado, con la ilusión de alcanzarlo, de tocarlo, de tocar fondo, el
psicoanálisis nos muestra un Real imposible de alcanzar. Hay en la hermenéutica
entonces una esperanza de saber, a través del cual sería posible alcanzar la
Verdad.
Esperanza de saber… El tema de las jornadas se hace cargo de
esta palabra: nos pregunta qué podemos esperar de la interpretación.
La espera tiene que ver con la esperanza, y la esperanza
remite inexorablemente al concepto religioso de salvación. La versión moderna,
laica, de esta salvación ha sido, desde Hipócrates hasta las modernas
psicoterapias, la cura, la curación. El paciente, en este sentido, espera
curarse –al igual que el revolucionario espera una sociedad más justa y en paz.
En esa espera se involucran lo imaginario y lo simbólico. La otra cara de esta
moneda es el miedo. Spinoza, un magnífico lacaniano avant-la-lettre,
decía que el miedo y la esperanza son las dos pasiones de las que se sirven la
religión y la política para obtener la esperada sumisión de los individuos… la
economía actual, a través de los llamados Mercados, parece seguir la misma
lógica[1].
Pero sigamos: el opuesto de la espera es la desesperanza y/o
la desesperación. Pero no son lo mismo. En la des-esperanza, se ha perdido algo
de lo imaginario que sostenía al yo[2],
mientras que en la desesperación no se ha renunciado a ese imaginario. Por
ejemplo, cuando el paciente siente que no avanza, que está detenido, paralizado
–o contratransferencialmente el analista-: el imaginado fin de su malestar, de
su sufrimiento, no acaba de llegar, ni
siquiera de vislumbrarse. El refrán español dice que quien espera, desespera.
Espera tiene otro significado, otra connotación. La espera es
la vivencia misma de la temporalidad. La espera es el tiempo mismo. Se dice del
tiempo que lo cura todo, ¿no?
Entonces, el sujeto espera, proyectándose en el
futuro. Pero no es el sujeto el único que “espera”. Algo espera también
al sujeto, lo espera desde el por-venir. Cuando decimos, por ejemplo, al
tomar aquella decisión, no sabía lo que le esperaba. Lo que espera suele
tener tintes ominosos, suele acechar. Es spukt, que decía Freud al
hablar de lo siniestro. También se dice espera y verás, en tono de
admonición, de amenaza. Es la idea misma de destino la que está involucrada en
esta temporalidad de la espera. Y todos sabemos, si hemos de ponernos
radicales, que lo que nos espera al final del camino, a todos, es la muerte. A
veces, el sujeto entra en una extraña armonía con su propio destino y se
“sienta a esperar la muerte”. Se resigna. Resignarse, extraña palabra, porque
suena a re-significar-se.
En cualquier caso, la interpretación desde la hermenéutica
clásica, tiene que ver con una pasión y con una voluntad: la pasión por la
verdad, la voluntad de verdad, de desvelar la verdad. Pero el psicoanálisis
permite formular un interrogante esencial: la verdad, sí, pero ¿qué verdad?
¿qué verdad para el sujeto? ¿Es que hay una verdad esperando al sujeto?
Claro está, que la verdad no siempre fue lo que hoy conocemos
como verdad. Por ejemplo, para los griegos verdad era Aletheia. Sabemos
por Heidegger que Aletheia implica un desvelamiento, un desocultamiento.
Con toda probabilidad, desde las profundidades de la India, a lo largo de los
inmensos territorios indoeuropeos, en los últimos 3000 ó 4000 años, lentas
migraciones hicieron llegar hasta la pequeña Hélade la doctrina del velo de
Maya, aquél que hay que levantar para acceder a la verdadera realidad. Aquellos
griegos arcaicos, casi protohistóricos, entre los cuales aún pervivían, en el
brumoso y áspero norte, tribus caníbales, debieron de acoger con un asombro y
una pureza primitiva inauditos aquellas extrañas doctrinas. Doctrinas que, a lo
largo de una sedimentación cultural migratoria sin precedentes, habían ido
arrastrando de Oriente a Occidente, en un progresivo sincretismo, tradiciones
del Medio Oriente: el zoroastrismo persa o la numerología babilónica, aquélla
que heredara Pitágoras. Monadologías celestes que reaparecen en Leibniz, en
Hegel, y llegan hasta Heidegger. Matematizaciones mistéricas del cosmos y del
hombre como medida de ese cosmos, que resucitan en Lacan, convertidas en cifras
y topoi, en matemas.
Aquellos griegos acogieron pues con asombro una imagen del
mundo, una weltanschauung, que dividía lo existente en dos: lo que se
muestra y lo que se oculta, lo profundo y lo superficial y, sobre todo ello, el
alma inmortal y el cuerpo mortal. “La Naturaleza, decía ya Heráclito, al que
llamaban el Oscuro, gusta de ocultarse”.
Esta imago mundi llega hasta el mismo Freud, que asume,
como vimos, este prejuicio, este malentendido milenario. Sin embargo, son los
herederos de Freud –los legítimos y los bastardos- los que van a extender este
malentendido durante las siguientes tres o cuatro décadas, al concebir el
inconsciente como un locus recóndito, depósito de pulsiones, imágenes
primordiales, recuerdos y fuerzas irracionales. Recordemos que esta idea viene
de lejos: cuando Descartes enuncia la división entre res cogitans y res
extensa, entre alma y animal, entre logos y cuerpo, da igual cómo quieran
caracterizarlo, dos sustancias de las que Descartes predica que tienen un punto
de unión, y le da incluso una localización cerebral, casi anticipándose
prodigiosamente al Freud de 1895: la glándula pineal, órgano privilegiado,
sagrado, a través del cual el alma, que es divina, se comunica con lo más ciego
de nuestra biología y lo anima –pues animar es eso, investir lo corporal con un
alma. Descartes estaba, sin saberlo, anticipando el concepto mismo de
inconsciente: el lugar imposible de comunión entre el cuerpo y la palabra. Y
esto es lo que le permite a Lacan reinterpretar el cogito en su más
radical intrincación con el goce.
Volvamos sin embargo a la Grecia clásica. ¿Qué nos cuenta
Lacan de ella? Pues nos habla, por ejemplo, de la competición entre aquellos
dos famosos pintores, Zeuxis y Parrasios. ¿Qué descubre la pintura del
vencedor? Que detrás del velo no hay nada. Esta es precisamente la intuición
recibida de las doctrinas del extremo Oriente: detrás del velo de Maya, la
realidad verdadera, es el Vacío, la Nada. Pero esta intuición duró poco, el
velo volvió a caer hasta dejar de ver el Vacío. Parménides y Platón son los
adalides de esta traición a la enseñanza recibida.
En un libro apasionante del que no vamos a poder desarrollar
más que una idea fundamental, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica,
Marcel Detienne nos recuerda que A-letheia, la verdad, tiene su origen
etimológico en Lethe. Cuando un hombre moría, su alma, antes de cruzar la
laguna Estigia, debía beber de las aguas de una fuente situada en sus
proximidades: de esta fuente, el Letheo, brotaban las aguas del olvido: el alma
debía, antes de acceder al inframundo, olvidar su existencia pasada, dejar
borrar sus recuerdos. Aletheia, por tanto, es el no-olvido, la verdad se
encuentra en la memoria, en el recuerdo constante del Tú eres eso que
nos llega también de Oriente, de los Upanishads. El psicoanálisis es
pues un arte de la memoria y la interpretación, tal y como se entiende desde
Freud, apunta a un no-olvido. En Grecia habrá que esperar a los sofistas para
que pueda introducirse, infiltrarse en la palabra algo del orden del deseo.
II. APROPIACIÓN.
Los límites de la interpretación son los límites de la
palabra misma. Es necesario, pues estudiar la calidad de la palabra, su
cualidad, en relación con el hecho de que una de sus dimensiones fundamentales
es la interpretación. Debemos partir de una idea que vamos a proponer como
axioma, para intentar deducir de ella sus posibles corolarios, como pretendía
Spinoza, more geometrico: la palabra, en sí misma, ya es
interpretación. El hecho mismo de la lógica significante, el hecho tan
simple, como aduce Lacan en el Seminario XI, de que un significante pueda
sustituir a otro, definición misma de la metáfora, hecho básico del lenguaje
–y, por tanto, del inconsciente-, hace que hablar, por definición y naturaleza,
sea ya interpretar. Ahora bien, ¿qué distingue una interpretación
psicoanalítica de cualquier otra interpretación: exegética, legislativa,
sociológica, etc.?
El primer Lacan, influido por Heidegger, hablaba de palabra
auténtica y palabra inauténtica, o palabra llena y palabra vacía. Sigamos este
hilo por un momento. “Auténtico”, como el alemán eigentlich, se refiere
a lo propio (auton). En este sentido, Heidegger realiza todo un
recorrido etimológico: lo propio y lo ajeno, ya nos dicen algo de la
constitución del espacio subjetivo, lo propio y lo ajeno, vinculados con el
interior y el exterior, y su imposible intersección en lo éxtimo -maravilloso neologismo que nos expresa cómo
lo propio va a buscarse afuera y cómo lo ajeno nos acosa desde lo más profundo
de la propia interioridad.
Pero Heidegger pasa del sustantivo al verbo: propio es
aquello de lo que uno se apropia. Aquí hay un apunte de justicia, de
justeza (en cuanto que “justo” es lo que se a-justa, aquello que “cabe”, que
está donde debe estar, que ocupa exactamente el espacio que le corresponde[3].
En español decimos “hablar con propiedad”, y con ello nos referimos a la
exactitud del interlocutor, a su capacidad, su destreza, para utilizar las
palabras justas, a-propiadas –en cantidad y calidad: si se pasa, está siendo
retórico, y se arriesga a no decir nada; si no llega, corre el grave peligro de
no ser comprendido o, peor, de ser mal-interpretado. Si hay una ética del
psicoanálisis, como asegura Lacan, en esa justeza de la palabra asoma entonces
una suerte de justicia poética, una ética del bien-decir. Habrá entonces una
cierta a-propiación por parte del analizante no de la palabra pronunciada por
el analista –lo cual respondería quizá a la alienación propia de la neurosis de
transferencia y a un primer tiempo del establecimiento del Sujeto supuesto al
Saber-, no de la palabra-interpretación del analista, sino de lo que de su
propio enunciado le es devuelto como enunciación.
Sin embargo, en esa dialéctica de lo propio y de lo ajeno,
Heidegger, y a partir de él Lacan, van a enunciar la terrible verdad: no
hablamos, sino que somos hablados (si me permiten el neologismo, el parl-être
es entonces un parl-autre, que sería a la vez un “parlaotro” y un “para-
otro”). Entonces ¿quién interpreta? ¿Y qué (se) interpreta?
La interpretación no es una cosa, pongamos por caso, una
frase, o un conjunto de palabras con significado, o no necesariamente. Pensemos
en la holofrase. La interpretación, si podemos decirlo así, es una valencia, un
valor. De ahí que digamos con frecuencia que tal o cual intervención tienen valor
de interpretación. Así, un sonido gutural, una simple interjección por
parte del analista, pero repetida con un tono distinto, etc., son distintas
formas de intervención que pueden funcionar como interpretación.
Porque lo propio de la interpretación en psicoanálisis, en
cuanto que tiene que ver tradicionalmente con la revelación de un
sentido oculto, como vimos, nos
confronta con la alienación.
III. ACERTAR.
Otra imagen corriente es la de la palabra acertada: estar
acertado al hablar. Acertar tiene que ver con la puntería con que la
flecha se clava en la diana[4].
Entonces, para que nos entendamos, acertar (aparte de resolver una adivinanza,
un enigma, un misterio, etc., lo que por otro lado tiene mucho que ver con el
uso de la palabra acertada), acertar, pues, es cuando la flecha de la palabra
toca el corazón de la cosa. Y en este acertar, no podemos evitar pensar que hay
un Eros y un Thanatos involucrados, entretejidos. En la iconografía griega, el
pequeño Cupido es así representado: como un divino arquero. Con una matización:
también se lo representa con una venda en los ojos (al igual que a la Justicia,
cosa que da bastante que pensar, por cierto). La ceguera evoca una multitud de
connotaciones simbólicas. Pero aquí nos interesa en especial resaltar una
analogía que creemos pertinente. En su clásico libro Zen en el arte del tiro
con arco, escrito en 1948, Eugen Herrigel estudia esta antigua tradición
zen en la cual el monje trata de acertar en una diana con los ojos vendados. El
objeto de esta extraña práctica, como de cualquier arte zen, es el satori,
un estado de conciencia superior, si podemos llamarlo así, en el cual, como
dice el maestro D.T. Suzuki, se da la aprehensión intuitiva de que “ser es
devenir y devenir es ser”; guardemos esta idea para más tarde.
¿En qué consiste el arte del tiro con arco zen? Herrigel lo expresa del siguiente modo, puesto
que de lo que se trata no es de definir un concepto sino de interpretar una
experiencia:
“En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre
acertar en sí mismo” (p. 15)
“(…) es una cuestión de vida o muerte, por cuanto concierne a
un enfrentamiento del tirador consigo mismo (…) fundamento sustentador de todo
enfrentamiento dirigido hacia el exterior –tal vez contra un adversario físico”
(p. 16)
Hasta aquí, vemos emerger la idea de que el adversario es uno
mismo, como fundamento de todo enemigo exterior. Podemos decir sin arriesgar
mucho que el enemigo entonces posee una cualidad concreta: su extimidad. Pero
hay más:
“El enfrentamiento –continúa el autor- consiste en que el
arquero apunta a sí mismo –y sin embargo no a sí mismo- y que entonces tal vez
haga blanco en sí mismo –y sin embargo no en sí mismo- de modo que será a un
tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado.
(…) es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en centro
inmóvil” (p. 17)
En esta reflexión no sólo podemos advertir su secreta
afinidad con la no-contradicción o no-oposición, en la lógica del inconsciente,
entre sujeto y objeto, sino que, pensándolo en términos de interpretación,
vemos surgir la idea lacaniana de que el propio inconsciente sería el
intérprete de sí mismo, que el deseo es su interpretación: apunta a sí mismo y
acierta –y a la vez no- en sí mismo, a la vez se dirige y no se dirige al Otro.
Pero más aún: quiero seguir estirando el juego de las
analogías un poco más. Hablábamos antes de Cupido. Traslademos el último
párrafo a las lides del amor: veremos apuntar la dinámica propia del amor, y en
particular del amor de transferencia, por un lado si pensamos que la diana
puede ser el objeto agalmático, y que esa circulación entre sujeto y objeto del
flechazo recuerda mucho a la alternancia que Lacan estudia entre el amante y el
amado, entre el erómenos y el erastés: apunta a sí mismo y sin
embargo no a sí mismo, hace blanco en sí mismo y sin embargo no en sí mismo…
Amar, si me permiten la broma, es acertar con una flecha que no se tiene en un
blanco que no es.
Al final de su obrita, Herrigel reflexiona sobre el libro La
aprehensión inmutable, de Takuan, maestro zen que vivió entre 1573 y 1645.
En él se trata de la magna doctrina del manejo de la espada[5].
Después de establecer los oportunos paralelismos entre el arco y la espada,
Herrigel llega a la siguiente jugosa conclusión:
“(…) así como respecto del tiro con arco, debe decirse que
«Ello» apunta y acierta, también en este caso «Ello» sustituye al yo,
sirviéndose de las aptitudes y habilidades que éste adquirió con su consciente
esfuerzo. Y también ahora, «Ello» no es más que un nombre de algo que no puede
comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo haya
experimentado”.
Asombrosa afirmación: «Ello» no es más que un nombre de algo
que no puede comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo
haya experimentado… asombrosa, porque está en sintonía con el Lacan de Radiofonía
y Televisión: no podemos asegurar que el inconsciente exista fuera de un
análisis. O –en términos orientales- el inconsciente existe –y sin embargo no
existe- fuera de un análisis. Sólo se revela a quien lo haya experimentado en
sesión, sólo cuando se confronta al saber supuesto a un sujeto.
Pero este último párrafo dice mucho más, y nos muestra una
vía de acceso hacia nuestro interrogante en torno a la interpretación. «Ello»
apunta y acierta, sustituyendo al yo. El “yo” oriental es casi coincidente con
el moi lacaniano. Pero decir que «Ello» apunta y acierta me parece una
exquisita subversión de la máxima freudiana Wo es war soll Ich werden.
Freud utiliza dos verbos concretos: sein para el Ello, Ello era (o
estaba); werden para el yo, el yo debe devenir, debe advenir, debe
llegar a ser. Les pedí que retuvieran aquello de que ser es devenir y
devenir es ser y, como la interpretación se halla entre la cita y el enigma
se lo voy a dejar ahí para que podamos discutirlo después. Entonces, Freud
afirma que donde Ello estaba debe advenir el yo, ¡Y Takuan nos dice que donde
el yo era debe advenir el Ello! ¿No podríamos leer ahí una alternancia que nos
viene muy a cuento, para pensar, dentro de la estructura de una cinta de
Möebius, la tensión inherente al sujeto entre alienación y separación, y cómo
ésta puede articularse en el curso de un análisis, de una cura? ¿No evocaría
esta alternancia, de dos momentos estructuralmente necesarios, algunos de los
nombres que Lacan dio al fin de análisis, identificación al síntoma, destitución
subjetiva, desabonamiento del inconsciente?
Si pensamos que la interpretación puede y debe ser una
herramienta al servicio del psicoanálisis. Si lo que podemos esperar del
análisis es un progresivo desasimiento, un desprendimiento gradual de las
sucesivas capas con que, a lo largo de la historia de un sujeto, su fantasma y
sus síntomas han ido dando consistencia al yo, al objeto, al Otro… para mostrar
su inexistencia final. ¿No podríamos entonces pensar que la interpretación como
función y como operación apunta –o debe apuntar- precisamente ahí? Entonces, si
la interpretación, tal y como la entiende la hermenéutica desde sus orígenes,
es la búsqueda de sentido, del sentido oculto y verdadero… ¿no deberíamos
llamar a nuestra operación a-interpretación o anti-interpretación?
Pues, en verdad, apuntar al sin-sentido es una propuesta que define la radicalidad
última del psicoanálisis.
Como dice Herrigel al final de su libro, el maestro de un
arte zen como el tiro con arco
“tiene que dar el salto hacia el origen para que viva desde
la Verdad como quien se ha identificado íntegramente con ella. Tiene que volver
a ser alumno, novicio; tiene que vencer el último y más escarpado tramo del
camino, pasando a través de numerosas transmutaciones. Si sale airoso de esta
aventura, entonces su destino se consumará en el enfrentamiento con la Verdad
no refractada (no especular, diríamos nosotros), la verdad que está por encima
de todas las verdades, el amorfo origen de todos los orígenes: la Nada que lo
es todo, la Nada que le devorará y de la cual volverá a nacer” (p. 111)
[1] Interpretar, de hecho, parece que etimológicamente tiene que ver con
la compra-venta y con el mercadear. El indoeuropeo “pret” significa traficar,
vender, y de ahí viene el latín “pretium”, precio. Interpretar algo sería
“ponerle precio”, “darle un valor de intercambio”. De esta raíz indoeuropea
parece derivar también el griego “porné”, que significa prostituta.
Interesantísima derivación, en tanto que es el sexo con el que se trafica, el
objeto de intercambio por excelencia, aquello que se inter-preta.
[2] A las puertas del Infierno de Dante se podía leer una advertencia:
“abandonad toda esperanza”.
[3] Y este caber, este a-justarse,
decimos en español que es como anillo al dedo, metáfora que dispara resortes
freudianos y lacanianos que nos devuelven al verdadero problema, que es la
diferencia de los sexos y el “no hay” de la relación sexual. Ese “no hay” en
español, no existe, n´existe pas, tiene otra traducción posible: el
no-existir se resuelve en un no-sucede, no puede suceder, y, también, en un
“no-tiene-lugar”. Es curioso que en español se diga “no tendrá lugar” por “no
sucederá”. Lo cual nos devuelve a la realidad espacial de la que estamos
hablando: algo no a-justa, no cabe, “no hay lugar”.
[4] De nuevo, la metáfora fálica opera aquí inevitablemente.
[5] Una vez más volvemos a la imagen de lo fálico.
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