martes, 25 de junio de 2013

EL VÉRTIGO PRIMERO Y DEFINITIVO ES EL DE LA INFANCIA






I
         Cuenta Hitchcock en la larga entrevista concedida a François Truffaut y recogida en el célebre libro “El cine según Hitchcock” que, de niño, su padre le envió a la comisaría a entregar una nota a la policía. En la hoja se pedía con un guiño cómplice al comisario que encerrara al muchacho, portador de la misiva, por haberse portado mal.
         Sir Alfred nunca supo qué había hecho mal, cuál había sido aquella conducta tan reprobable como para justificar aquel encierro arbitrario que duró apenas unas horas. Nosotros tampoco lo sabremos… pero lo que sí sabemos es que su cine está lleno de “falsos culpables”, de hombres buenos, inocentes, a los que se les acusa de un crimen que no han cometido. Hitchcock es el Kafka del cine, y bien podría haber rodado, en lugar de – o al igual que – Orson Welles, “El proceso”.
         El Kafka… o el Dostoievski del cine. Pues crimen y castigo son de algún modo los significantes que gravitan sobre la mayor parte de su filmografía, de la que, a pesar de la mayoría de sus “happy ends”, ningún personaje sale indemne.
         Tal vez, en lo más profundo de ese episodio infantil que nos relata un ya consumado Hitchcock late una verdad inconsciente del sujeto, que marcaría su vida, a través de su obra: la de que, en este mundo, nadie es inocente.


II

         Hay un principio jurídico que sentencia lo siguiente: “El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento”.
         ¿Cómo se nos podría pedir algo así? ¿No parece una monstruosidad, una perversión, exigirnos el cumplimiento de algo que ignoramos?
         Por poner un ejemplo sencillo: hace algunos años se juzgó en un pueblo de España a un campesino analfabeto y se le impuso una fuerte multa por cazar un lagarto ¡que resultó pertenecer a una especie protegida!
         ¿Es que la Ley nos exige entonces una responsabilidad a cuya altura no vamos a estar nunca? Parece claro que en los crímenes típicos (asesinato, robo) sí hay una conciencia general del mal y un acuerdo social. Parece algo intuitivo, connatural – y de esa conciencia sólo pueden librarse personas con debilidad mental o “locura transitoria”… Incluso si ampliamos el repertorio a los diez mandamientos de nuestra cultura judeocristiana, la mayoría estaría de acuerdo en aceptarlos, al menos los que tratan de cuestiones estrictamente humanas (la mujer del prójimo, por poner un solo ejemplo), en virtud del principio kantiano  “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti”.
         Pero el caso del labriego, o cualquiera de los juicios que conocemos, en los que no se puede probar la culpabilidad del acusado; o el simple hecho de que muchas de las leyes que nos rigen no pueden aplicarse como una fórmula matemática (¡qué más quisiéramos!), sino que se pueden “interpretar”; o incluso el caso del derecho anglosajón, basado en la jurisprudencia… todo esto nos demuestra que la aplicación de la Ley no es asunto sencillo.
         Es más, si atendemos a la literalidad de la expresión, “presunto culpable”, podemos comprobar que, al igual que el saber, la culpabilidad se “presupone”, es siempre “supuesta” al sujeto (a un sujeto al que se ha de juzgar)

III

         Pero volvamos a la máxima que hemos deducido antes: “En este mundo, nadie es inocente”.
         ¿Quién es inocente, por excelencia, en este mundo, a quién, con más pureza, se le “presupone” inocencia?
         Al niño.
         Y es más, esa inocencia viene asociada al hecho de la muerte… ¿no celebramos en nuestro calendario de diciembre una matanza de inocentes?
         El rompecabezas se complica: matar a un inocente, matar al niño… (¿al niño que es? ¿al niño que hemos sido – o seguimos siendo – en el niño que aún    es?) ¿Qué inocencia presuponemos al niño y qué culpabilidad al adulto?
         Más aún: en la vida (y por tanto también, y en especial, en la clínica), la culpabilidad no parece una cuestión de saber, sino de sentir; uno se siente culpable. La culpabilidad sería, pues, algo que nos afecta, una affectio, como dirían los latinos.

IV

         ¿Cómo salir de este embrollo? Creo que es el propio Truffaut el que nos da una pista clave. En el citado libro, él le hace al maestro una agudísima observación: ¿no relatan sus películas, en el fondo, miedos infantiles, pesadillas propias del niño? ¿No son los argumentos de sus films muy similares a los cuentos que todos hemos oído o leído de pequeños?
         Georg Groddeck, el extravagante discípulo de Freud, sentenció en “El Libro del Ello”: “miedo es deseo”. Claro está, hablamos de deseos prohibidos. Según esta idea, uno teme aquello que desea… o más bien teme ser castigado por aquello que desea, porque aquello que desea es malo, y/o está prohibido.
         Pues bien, ¿no es el Complejo de Edipo, tal y como nos lo describen Freud y Lacan, el lugar exacto que nos permite articular el miedo y el deseo, el sujeto y la culpa? Pensemos en Encadenados, en Con la muerte en los talones, en Vértigo y, por supuesto, en Psicosis. ¿No pululan por estos films madres posesivas o muy absorbentes, padres perversos o villanos psicópatas, rubias inalcanzables cuyo amor tiene que conquistar el protagonista después de salvar innumerables peripecias y peligros? Tal vez, es posible, que los films de Hitchcock nos describen como ningún otro la aventura edípica.

V

         Hitchcock mismo nos enseñó que los actos (que es por lo que se nos suele juzgar) no son lo verdaderamente importante, no son lo decisivo.
Esa es la base de su famoso McGuffin. Hitchcock inventa con él un dispositivo narrativo excepcional, que consiste en presentar un objeto, una trama o incluso un personaje que resulta ser una pista falsa, que nos mantiene la atención hasta que se nos revela que lo decisivo de la historia transcurre en otra dirección.  Es decir, es algo que pone en marcha la narración, aunque en su transcurso se demuestra in-significante, es decir, carente de significación. El niño que comete travesuras no lo hace básicamente por un placer psicomotor o sensorial, aunque lo obtenga como ganancia secundaria; lo que busca el niño es captar la atención de mamá o de papá. Pues bien, la travesura es un McGuffin.
El McGuffin nos demuestra, pues, que los actos, y aun los objetos que perseguimos no son lo más importante. Pensemos en la vida real: ¿se siente uno menos culpable por haber deseado algo que por haberlo realizado? ¿Es el objeto imaginado en/por nuestro deseo el mismo con el que nos encontramos, aquel sobre el que recae nuestro acto de apropiación o destrucción? Por volver a Hitchcock con dos ejemplos: ¿Son las víctimas de Norman Bates, en Psicosis, los verdaderos objetivos de su impulso asesino? ¿Es Judy el verdadero objeto de amor de Scottie en Vértigo?
Si, como sostiene Lacan, el deseo es deseo del Otro, es en esa alienación constitutiva donde el sujeto se pierde – en sentido literal y figurado – y de donde nace su angustiada pregunta – que es la pregunta de Alfredito - :
¿Por qué habría de castigarme papá, si no he hecho nada malo?
El vértigo primero y definitivo es el de la infancia.


(Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido bajo la autorización expresa de este sitio web)


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