CUESTIONES DE CLÍNICA PSICOANALÍTICA





DE LA INTERPRETACIÓN CONSIDERADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES: BASES FILOLÓGICAS Y FILOSÓFICAS DE LA INTERPRETACIÓN.






NOTA INICIAL:  Quisiera expresar mi agradecimiento a mi amiga y colega María Cruz Estada, cuyas sugerencias y correcciones permitieron afinar y enriquecer este texto.

I.                    PROFUNDIDAD, ESPERA Y OLVIDO.

      Pensar la interpretación no es posible fuera de una reflexión general sobre la palabra. Además, la palabra interpretación, objeto de una disciplina como la hermenéutica, adquiere en psicoanálisis unas dimensiones que desbordan su uso tradicional. Me gustaría proponer un pequeño viaje a los confines de la interpretación para extraer de ahí motivos de reflexión, interrogantes nuevos que, como en la mítica Odisea hacia Ítaca, nos vuelvan más valioso el propio trayecto que la llegada en sí, considerando que haya una Ítaca a la que llegar…
La interpretación busca la profundidad, ama la profundidad. Y en  nuestra metafísica occidental, el ser-de-las-cosas, lo veremos más tarde, está oculto en las profundidades de la materia, de las apariencias y de los signos.
Interpretar sería hallar un acceso, un camino, hacia esa profundidad. Ese es el sentido –en tanto dirección- habitual del conocimiento: profundizar… profundizar en la materia, se dice. Curioso. Pro-fundo, es decir, ir hacia lo hondo, hacia el fondo, el fondo de la cuestión. ¿Pero qué pasaría si no hubiera fondo? ¿Si se abriera a nuestros pies un abismo sin fondo? La interpretación, la palabra, quedarían abocadas a una nietzscheana caída libre sin fin.
Cierto, Freud dice que hay un contenido manifiesto y un contenido latente –como Lacan dice que hay un enunciado y una enunciación. Y esa formulación, podríamos decir, cae en parte en las redes de la metafísica, puesto que, a través del primero, del manifiesto, profundizando, llegaríamos al latente, escondido: hallaríamos su sentido y significado. Sin embargo, en La interpretación de los sueños, es el propio Freud el que nos recuerda la existencia de un enigmático ombligo del sueño, a partir del cual ya no se puede interpretar más. Y con esa intuición poética, Freud vislumbra algo que Lacan va a nombrar como lo Real y lo Imposible. Mientras la interpretación, al estilo clásico, puede ir profundizando cada vez más, acercándose a ese fondo anhelado, con la ilusión de alcanzarlo, de tocarlo, de tocar fondo, el psicoanálisis nos muestra un Real imposible de alcanzar. Hay en la hermenéutica entonces una esperanza de saber, a través del cual sería posible alcanzar la Verdad.
Esperanza de saber… El tema de las jornadas se hace cargo de esta palabra: nos pregunta qué podemos esperar de la interpretación.
La espera tiene que ver con la esperanza, y la esperanza remite inexorablemente al concepto religioso de salvación. La versión moderna, laica, de esta salvación ha sido, desde Hipócrates hasta las modernas psicoterapias, la cura, la curación. El paciente, en este sentido, espera curarse –al igual que el revolucionario espera una sociedad más justa y en paz. En esa espera se involucran lo imaginario y lo simbólico. La otra cara de esta moneda es el miedo. Spinoza, un magnífico lacaniano avant-la-lettre, decía que el miedo y la esperanza son las dos pasiones de las que se sirven la religión y la política para obtener la esperada sumisión de los individuos… la economía actual, a través de los llamados Mercados, parece seguir la misma lógica[1].
Pero sigamos: el opuesto de la espera es la desesperanza y/o la desesperación. Pero no son lo mismo. En la des-esperanza, se ha perdido algo de lo imaginario que sostenía al yo[2], mientras que en la desesperación no se ha renunciado a ese imaginario. Por ejemplo, cuando el paciente siente que no avanza, que está detenido, paralizado –o contratransferencialmente el analista-: el imaginado fin de su malestar, de su sufrimiento,  no acaba de llegar, ni siquiera de vislumbrarse. El refrán español dice que quien espera, desespera.
Espera tiene otro significado, otra connotación. La espera es la vivencia misma de la temporalidad. La espera es el tiempo mismo. Se dice del tiempo que lo cura todo, ¿no?
Entonces, el sujeto espera, proyectándose en el futuro. Pero no es el sujeto el único que “espera”. Algo espera también al sujeto, lo espera desde el por-venir. Cuando decimos, por ejemplo, al tomar aquella decisión, no sabía lo que le esperaba. Lo que espera suele tener tintes ominosos, suele acechar. Es spukt, que decía Freud al hablar de lo siniestro. También se dice espera y verás, en tono de admonición, de amenaza. Es la idea misma de destino la que está involucrada en esta temporalidad de la espera. Y todos sabemos, si hemos de ponernos radicales, que lo que nos espera al final del camino, a todos, es la muerte. A veces, el sujeto entra en una extraña armonía con su propio destino y se “sienta a esperar la muerte”. Se resigna. Resignarse, extraña palabra, porque suena a re-significar-se.
En cualquier caso, la interpretación desde la hermenéutica clásica, tiene que ver con una pasión y con una voluntad: la pasión por la verdad, la voluntad de verdad, de desvelar la verdad. Pero el psicoanálisis permite formular un interrogante esencial: la verdad, sí, pero ¿qué verdad? ¿qué verdad para el sujeto? ¿Es que hay una verdad esperando al sujeto?
Claro está, que la verdad no siempre fue lo que hoy conocemos como verdad. Por ejemplo, para los griegos verdad era Aletheia. Sabemos por Heidegger que Aletheia implica un desvelamiento, un desocultamiento. Con toda probabilidad, desde las profundidades de la India, a lo largo de los inmensos territorios indoeuropeos, en los últimos 3000 ó 4000 años, lentas migraciones hicieron llegar hasta la pequeña Hélade la doctrina del velo de Maya, aquél que hay que levantar para acceder a la verdadera realidad. Aquellos griegos arcaicos, casi protohistóricos, entre los cuales aún pervivían, en el brumoso y áspero norte, tribus caníbales, debieron de acoger con un asombro y una pureza primitiva inauditos aquellas extrañas doctrinas. Doctrinas que, a lo largo de una sedimentación cultural migratoria sin precedentes, habían ido arrastrando de Oriente a Occidente, en un progresivo sincretismo, tradiciones del Medio Oriente: el zoroastrismo persa o la numerología babilónica, aquélla que heredara Pitágoras. Monadologías celestes que reaparecen en Leibniz, en Hegel, y llegan hasta Heidegger. Matematizaciones mistéricas del cosmos y del hombre como medida de ese cosmos, que resucitan en Lacan, convertidas en cifras y topoi, en matemas.
Aquellos griegos acogieron pues con asombro una imagen del mundo, una weltanschauung, que dividía lo existente en dos: lo que se muestra y lo que se oculta, lo profundo y lo superficial y, sobre todo ello, el alma inmortal y el cuerpo mortal. “La Naturaleza, decía ya Heráclito, al que llamaban el Oscuro, gusta de ocultarse”.
Esta imago mundi llega hasta el mismo Freud, que asume, como vimos, este prejuicio, este malentendido milenario. Sin embargo, son los herederos de Freud –los legítimos y los bastardos- los que van a extender este malentendido durante las siguientes tres o cuatro décadas, al concebir el inconsciente como un locus recóndito, depósito de pulsiones, imágenes primordiales, recuerdos y fuerzas irracionales. Recordemos que esta idea viene de lejos: cuando Descartes enuncia la división entre res cogitans y res extensa, entre alma y animal, entre logos y cuerpo, da igual cómo quieran caracterizarlo, dos sustancias de las que Descartes predica que tienen un punto de unión, y le da incluso una localización cerebral, casi anticipándose prodigiosamente al Freud de 1895: la glándula pineal, órgano privilegiado, sagrado, a través del cual el alma, que es divina, se comunica con lo más ciego de nuestra biología y lo anima –pues animar es eso, investir lo corporal con un alma. Descartes estaba, sin saberlo, anticipando el concepto mismo de inconsciente: el lugar imposible de comunión entre el cuerpo y la palabra. Y esto es lo que le permite a Lacan reinterpretar el cogito en su más radical intrincación con el goce.




Volvamos sin embargo a la Grecia clásica. ¿Qué nos cuenta Lacan de ella? Pues nos habla, por ejemplo, de la competición entre aquellos dos famosos pintores, Zeuxis y Parrasios. ¿Qué descubre la pintura del vencedor? Que detrás del velo no hay nada. Esta es precisamente la intuición recibida de las doctrinas del extremo Oriente: detrás del velo de Maya, la realidad verdadera, es el Vacío, la Nada. Pero esta intuición duró poco, el velo volvió a caer hasta dejar de ver el Vacío. Parménides y Platón son los adalides de esta traición a la enseñanza recibida.
En un libro apasionante del que no vamos a poder desarrollar más que una idea fundamental, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Marcel Detienne nos recuerda que A-letheia, la verdad, tiene su origen etimológico en Lethe. Cuando un hombre moría, su alma, antes de cruzar la laguna Estigia, debía beber de las aguas de una fuente situada en sus proximidades: de esta fuente, el Letheo, brotaban las aguas del olvido: el alma debía, antes de acceder al inframundo, olvidar su existencia pasada, dejar borrar sus recuerdos. Aletheia, por tanto, es el no-olvido, la verdad se encuentra en la memoria, en el recuerdo constante del Tú eres eso que nos llega también de Oriente, de los Upanishads. El psicoanálisis es pues un arte de la memoria y la interpretación, tal y como se entiende desde Freud, apunta a un no-olvido. En Grecia habrá que esperar a los sofistas para que pueda introducirse, infiltrarse en la palabra algo del orden del deseo.




II.                APROPIACIÓN.

Los límites de la interpretación son los límites de la palabra misma. Es necesario, pues estudiar la calidad de la palabra, su cualidad, en relación con el hecho de que una de sus dimensiones fundamentales es la interpretación. Debemos partir de una idea que vamos a proponer como axioma, para intentar deducir de ella sus posibles corolarios, como pretendía Spinoza, more geometrico: la palabra, en sí misma, ya es interpretación. El hecho mismo de la lógica significante, el hecho tan simple, como aduce Lacan en el Seminario XI, de que un significante pueda sustituir a otro, definición misma de la metáfora, hecho básico del lenguaje –y, por tanto, del inconsciente-, hace que hablar, por definición y naturaleza, sea ya interpretar. Ahora bien, ¿qué distingue una interpretación psicoanalítica de cualquier otra interpretación: exegética, legislativa, sociológica, etc.?
El primer Lacan, influido por Heidegger, hablaba de palabra auténtica y palabra inauténtica, o palabra llena y palabra vacía. Sigamos este hilo por un momento. “Auténtico”, como el alemán eigentlich, se refiere a lo propio (auton). En este sentido, Heidegger realiza todo un recorrido etimológico: lo propio y lo ajeno, ya nos dicen algo de la constitución del espacio subjetivo, lo propio y lo ajeno, vinculados con el interior y el exterior, y su imposible intersección en lo éxtimo  -maravilloso neologismo que nos expresa cómo lo propio va a buscarse afuera y cómo lo ajeno nos acosa desde lo más profundo de la propia interioridad.
Pero Heidegger pasa del sustantivo al verbo: propio es aquello de lo que uno se apropia. Aquí hay un apunte de justicia, de justeza (en cuanto que “justo” es lo que se a-justa, aquello que “cabe”, que está donde debe estar, que ocupa exactamente el espacio que le corresponde[3]. En español decimos “hablar con propiedad”, y con ello nos referimos a la exactitud del interlocutor, a su capacidad, su destreza, para utilizar las palabras justas, a-propiadas –en cantidad y calidad: si se pasa, está siendo retórico, y se arriesga a no decir nada; si no llega, corre el grave peligro de no ser comprendido o, peor, de ser mal-interpretado. Si hay una ética del psicoanálisis, como asegura Lacan, en esa justeza de la palabra asoma entonces una suerte de justicia poética, una ética del bien-decir. Habrá entonces una cierta a-propiación por parte del analizante no de la palabra pronunciada por el analista –lo cual respondería quizá a la alienación propia de la neurosis de transferencia y a un primer tiempo del establecimiento del Sujeto supuesto al Saber-, no de la palabra-interpretación del analista, sino de lo que de su propio enunciado le es devuelto como enunciación.
Sin embargo, en esa dialéctica de lo propio y de lo ajeno, Heidegger, y a partir de él Lacan, van a enunciar la terrible verdad: no hablamos, sino que somos hablados (si me permiten el neologismo, el parl-être es entonces un parl-autre, que sería a la vez un “parlaotro” y un “para- otro”). Entonces ¿quién interpreta? ¿Y qué (se) interpreta?
La interpretación no es una cosa, pongamos por caso, una frase, o un conjunto de palabras con significado, o no necesariamente. Pensemos en la holofrase. La interpretación, si podemos decirlo así, es una valencia, un valor. De ahí que digamos con frecuencia que tal o cual intervención tienen valor de interpretación. Así, un sonido gutural, una simple interjección por parte del analista, pero repetida con un tono distinto, etc., son distintas formas de intervención que pueden funcionar como  interpretación.
Porque lo propio de la interpretación en psicoanálisis, en cuanto que tiene que ver tradicionalmente con la revelación de un sentido oculto, como vimos,  nos confronta con la alienación.


III.            ACERTAR.

Otra imagen corriente es la de la palabra acertada: estar acertado al hablar. Acertar tiene que ver con la puntería con que la flecha  se clava en la diana[4]. Entonces, para que nos entendamos, acertar (aparte de resolver una adivinanza, un enigma, un misterio, etc., lo que por otro lado tiene mucho que ver con el uso de la palabra acertada), acertar, pues, es cuando la flecha de la palabra toca el corazón de la cosa. Y en este acertar, no podemos evitar pensar que hay un Eros y un Thanatos involucrados, entretejidos. En la iconografía griega, el pequeño Cupido es así representado: como un divino arquero. Con una matización: también se lo representa con una venda en los ojos (al igual que a la Justicia, cosa que da bastante que pensar, por cierto). La ceguera evoca una multitud de connotaciones simbólicas. Pero aquí nos interesa en especial resaltar una analogía que creemos pertinente. En su clásico libro Zen en el arte del tiro con arco, escrito en 1948, Eugen Herrigel estudia esta antigua tradición zen en la cual el monje trata de acertar en una diana con los ojos vendados. El objeto de esta extraña práctica, como de cualquier arte zen, es el satori, un estado de conciencia superior, si podemos llamarlo así, en el cual, como dice el maestro D.T. Suzuki, se da la aprehensión intuitiva de que “ser es devenir y devenir es ser”; guardemos esta idea para más tarde.
¿En qué consiste el arte del tiro con arco zen?  Herrigel lo expresa del siguiente modo, puesto que de lo que se trata no es de definir un concepto sino de interpretar una experiencia:
“En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo” (p. 15)
“(…) es una cuestión de vida o muerte, por cuanto concierne a un enfrentamiento del tirador consigo mismo (…) fundamento sustentador de todo enfrentamiento dirigido hacia el exterior –tal vez contra un adversario físico” (p. 16)
Hasta aquí, vemos emerger la idea de que el adversario es uno mismo, como fundamento de todo enemigo exterior. Podemos decir sin arriesgar mucho que el enemigo entonces posee una cualidad concreta: su extimidad. Pero hay más:
“El enfrentamiento –continúa el autor- consiste en que el arquero apunta a sí mismo –y sin embargo no a sí mismo- y que entonces tal vez haga blanco en sí mismo –y sin embargo no en sí mismo- de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado. (…) es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en centro inmóvil” (p. 17)
En esta reflexión no sólo podemos advertir su secreta afinidad con la no-contradicción o no-oposición, en la lógica del inconsciente, entre sujeto y objeto, sino que, pensándolo en términos de interpretación, vemos surgir la idea lacaniana de que el propio inconsciente sería el intérprete de sí mismo, que el deseo es su interpretación: apunta a sí mismo y acierta –y a la vez no- en sí mismo, a la vez se dirige y no se dirige al Otro.
Pero más aún: quiero seguir estirando el juego de las analogías un poco más. Hablábamos antes de Cupido. Traslademos el último párrafo a las lides del amor: veremos apuntar la dinámica propia del amor, y en particular del amor de transferencia, por un lado si pensamos que la diana puede ser el objeto agalmático, y que esa circulación entre sujeto y objeto del flechazo recuerda mucho a la alternancia que Lacan estudia entre el amante y el amado, entre el erómenos y el erastés: apunta a sí mismo y sin embargo no a sí mismo, hace blanco en sí mismo y sin embargo no en sí mismo… Amar, si me permiten la broma, es acertar con una flecha que no se tiene en un blanco que no es.
Al final de su obrita, Herrigel reflexiona sobre el libro La aprehensión inmutable, de Takuan, maestro zen que vivió entre 1573 y 1645. En él se trata de la magna doctrina del manejo de la espada[5]. Después de establecer los oportunos paralelismos entre el arco y la espada, Herrigel llega a la siguiente jugosa conclusión:
“(…) así como respecto del tiro con arco, debe decirse que «Ello» apunta y acierta, también en este caso «Ello» sustituye al yo, sirviéndose de las aptitudes y habilidades que éste adquirió con su consciente esfuerzo. Y también ahora, «Ello» no es más que un nombre de algo que no puede comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo haya experimentado”.
Asombrosa afirmación: «Ello» no es más que un nombre de algo que no puede comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo haya experimentado… asombrosa, porque está en sintonía con el Lacan de Radiofonía y Televisión: no podemos asegurar que el inconsciente exista fuera de un análisis. O –en términos orientales- el inconsciente existe –y sin embargo no existe- fuera de un análisis. Sólo se revela a quien lo haya experimentado en sesión, sólo cuando se confronta al saber supuesto a un sujeto.
Pero este último párrafo dice mucho más, y nos muestra una vía de acceso hacia nuestro interrogante en torno a la interpretación. «Ello» apunta y acierta, sustituyendo al yo. El “yo” oriental es casi coincidente con el moi lacaniano. Pero decir que «Ello» apunta y acierta me parece una exquisita subversión de la máxima freudiana Wo es war soll Ich werden. Freud utiliza dos verbos concretos: sein para el Ello, Ello era (o estaba); werden para el yo, el yo debe devenir, debe advenir, debe llegar a ser. Les pedí que retuvieran aquello de que ser es devenir y devenir es ser y, como la interpretación se halla entre la cita y el enigma se lo voy a dejar ahí para que podamos discutirlo después. Entonces, Freud afirma que donde Ello estaba debe advenir el yo, ¡Y Takuan nos dice que donde el yo era debe advenir el Ello! ¿No podríamos leer ahí una alternancia que nos viene muy a cuento, para pensar, dentro de la estructura de una cinta de Möebius, la tensión inherente al sujeto entre alienación y separación, y cómo ésta puede articularse en el curso de un análisis, de una cura? ¿No evocaría esta alternancia, de dos momentos estructuralmente necesarios, algunos de los nombres que Lacan dio al fin de análisis, identificación al síntoma, destitución subjetiva, desabonamiento del inconsciente?
Si pensamos que la interpretación puede y debe ser una herramienta al servicio del psicoanálisis. Si lo que podemos esperar del análisis es un progresivo desasimiento, un desprendimiento gradual de las sucesivas capas con que, a lo largo de la historia de un sujeto, su fantasma y sus síntomas han ido dando consistencia al yo, al objeto, al Otro… para mostrar su inexistencia final. ¿No podríamos entonces pensar que la interpretación como función y como operación apunta –o debe apuntar- precisamente ahí? Entonces, si la interpretación, tal y como la entiende la hermenéutica desde sus orígenes, es la búsqueda de sentido, del sentido oculto y verdadero… ¿no deberíamos llamar a nuestra operación a-interpretación o anti-interpretación? Pues, en verdad, apuntar al sin-sentido es una propuesta que define la radicalidad última del psicoanálisis.
Como dice Herrigel al final de su libro, el maestro de un arte zen como el tiro con arco
“tiene que dar el salto hacia el origen para que viva desde la Verdad como quien se ha identificado íntegramente con ella. Tiene que volver a ser alumno, novicio; tiene que vencer el último y más escarpado tramo del camino, pasando a través de numerosas transmutaciones. Si sale airoso de esta aventura, entonces su destino se consumará en el enfrentamiento con la Verdad no refractada (no especular, diríamos nosotros), la verdad que está por encima de todas las verdades, el amorfo origen de todos los orígenes: la Nada que lo es todo, la Nada que le devorará y de la cual volverá a nacer” (p. 111)



[1] Interpretar, de hecho, parece que etimológicamente tiene que ver con la compra-venta y con el mercadear. El indoeuropeo “pret” significa traficar, vender, y de ahí viene el latín “pretium”, precio. Interpretar algo sería “ponerle precio”, “darle un valor de intercambio”. De esta raíz indoeuropea parece derivar también el griego “porné”, que significa prostituta. Interesantísima derivación, en tanto que es el sexo con el que se trafica, el objeto de intercambio por excelencia, aquello que se inter-preta.
[2] A las puertas del Infierno de Dante se podía leer una advertencia: “abandonad toda esperanza”.
[3]  Y este caber, este a-justarse, decimos en español que es como anillo al dedo, metáfora que dispara resortes freudianos y lacanianos que nos devuelven al verdadero problema, que es la diferencia de los sexos y el “no hay” de la relación sexual. Ese “no hay” en español, no existe, n´existe pas, tiene otra traducción posible: el no-existir se resuelve en un no-sucede, no puede suceder, y, también, en un “no-tiene-lugar”. Es curioso que en español se diga “no tendrá lugar” por “no sucederá”. Lo cual nos devuelve a la realidad espacial de la que estamos hablando: algo no a-justa, no cabe, “no hay lugar”.
[4] De nuevo, la metáfora fálica opera aquí inevitablemente.
[5] Una vez más volvemos a la imagen de lo fálico.

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