martes, 25 de junio de 2013

¿HAY ALGUIEN AHÍ? ¿QUÉ QUIERES DE MÍ? REFLEXIONES SOBRE “MÁS ALLÁ DE LA VIDA” (CLINT EASTWOOD, 2010)





Pero la realidad gusta de esconderse.
(…)
En unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos
(…)
Lo mismo y en lo mismo viviente y muerto, y también lo despierto y lo durmiente,
y también joven y viejo. Pues esto, convertido, es aquello, y aquello a su vez,
convertido, es eso.
(…)
Que vivimos nosotros la muerte de ellas y viven ellas la muerte nuestra.
HERÁCLITO, Fragmentos.


No estamos hechos para el mundo.
El mundo es inhóspito. In-mundo, solía decir Heidegger, jugando siempre a las etimologías. Hay que hacerlo habitable.
La hermosa frase que nos han enseñado desde pequeños en la escuela, aquella que muestra el incipiente pero poderoso genio, humanista avant la lettre, de la Grecia Clásica, “el hombre es la medida de todas las cosas”, en realidad tiene otro significado muy distinto al que nuestra bienpensante y autosatisfecha pedagogía pretende inculcarnos. Fue inventado por los hoy tan –injustamente- denostados sofistas. Se refiere más bien a la relatividad de todas las cosas. En verdad, la realidad está hecha a medida del hombre, en tanto él la mide; todo está sometido al cálculo, a la perspectiva, al interés. Por tanto, si yo sostengo una verdad y tú otra distinta, se deduce que no hay verdad absoluta. El mundo está hecho a la medida del hombre en tanto bricolaje con que cada uno se fabrica su “realidad” para poder vivir en ella.
Pero hay más. Porque el mundo escapa siempre a las medidas. El tamaño del mundo se encoge o agranda, se hace claustrofóbico o agorafóbico. Nuestra relación con el espacio –y por tanto con el tiempo- no está dada ni por instinto ni por revelación divina, ni por estructuras apriorísticas de la mente, como pretendía haber descubierto Kant.
Simplemente, no hay medida. Todo es des-medido. O el mundo me invade, o me es ajeno. Frente a esta vivencia, al ser humano no le queda más remedio que acercarse al mundo, a las cosas de este mundo, o alejarse de él, distanciarse. Desde el libertino al anacoreta, como figuras extremas de esta tensión irresoluble de distancias, cada individuo está aquí para encontrar la presencia justa en el mundo, aquella en la que pueda instalarse y vivir.

Sin embargo, el mundo ofrece una resistencia a nuestro deseo de encontrar un lugar en él. Lo terrible de la Naturaleza amenaza siempre nuestra estabilidad, nuestra precaria seguridad.
El mundo, y lo que en él sucede, está dominado por la in-justicia. Justo es aquello que está en su sitio. Como cuando decimos que algo cabe “justo” en el sitio que le ha sido destinado. Así pues, en esa des-mesura del mundo y en el des-centramiento del hombre, hallamos la raíz de la in-justicia. Cuando ocurre una desgracia, nuestras primeras palabras son: “no es justo”. Esa Verdad tremenda y última es lo Real.
Lacan definió lo Real –así, con mayúscula, para diferenciarlo de la mera realidad- como aquello que queda excluido de lo simbólico. Es decir, como todo aquello a lo que no podemos ponerle palabras, aquello a lo que no podemos dar sentido, el sin-sentido. Ya hemos visto cómo la Naturaleza, el Mundo, se presenta, en su desnudez, como lo Real. Pero lo Real habita también lo más íntimo del ser humano: aquello que no puede nombrarse, lo innombrable: el Sexo, la opacidad del Cuerpo, lo Real de la Carne, la crudeza de la Vida… y lo Inconsciente, que dice de nuestra alienación radical, la imposibilidad de nuestra propia identidad: ¿quién soy yo, si estoy hecho a imagen y semejanza del Otro? ¿Soy yo o no soy?
Así, en definitiva, “lo Real” es un tsunami, la muerte brutal de un ser querido, un atentado terrorista, el abuso sexual de un padre…
Todos esos elementos aparecen conjugados en Más allá de la vida (Hereafter), la última película hasta la fecha de Clint Eastwood, entrelazando tres historias paralelas que confluyen en un final emocionante pero improbable, un tanto inverosímil, que ha defraudado a muchos críticos y espectadores, tal vez por no atender a ciertas coordenadas que Eastwood nos delinea de forma muy sutil. Pero avancemos un poco más.
¿Cómo soportar lo Real? ¿Y cómo vivir, frente a la ubicuidad de la Muerte?
A lo largo de los siglos, el hombre ha ido construyendo mecanismos culturales para poder dar un sentido a lo incomprensible, saciar su sed de justicia y proporcionarle un consuelo al infinito dolor de la existencia. El más poderoso de estos mecanismos ha sido –y es-, sin duda, la religión. La religión, que nos promete un Más Allá (es la traducción literal de Hereafter, el título del film) de completud. La religión, que nos asegura la vida eterna y la posibilidad de reencontrarnos con los seres queridos más allá de las fronteras de la muerte.
Re-ligión, re-ligare. Unirnos a lo que está más allá: la posibilidad de comunicarse con quienes están en el más allá. Sería esta una de las formas de la justicia: que aquello que ha sido brutalmente separado pueda volver a unirse. El film de Clint Eastwood explora esta posibilidad pero con una mirada que, hundiéndose en los tópicos, escapa de ellos.
A primera vista, sorprende que un autor como Eastwood se haya embarcado en una historia semejante, que supone un cambio de registro radical respecto a su anterior filmografía. Sin embargo, una mirada un poco más atenta nos revela una profunda coherencia por encima de las apariencias.
Si hubiéramos de resumir con una palabra, con un significante, todo el cine de Eastwood, sería ésta: JUSTICIA. Desde sus primeros spaguetti westerns, Clint se nos revela como una especie de justiciero, un personaje a veces forajido o mercenario, a veces aventurero buscavidas o pícaro, pero siempre con un férreo e indoblegable sentido de la justicia. Después, la saga de Harry el sucio nos muestra a un agente de la ley que acaba tomándose la justicia por su propia mano.
Sus primeros films como director, pese a una variedad de temas e intereses de los que no nos ocuparemos aquí, profundizan esta primera trayectoria, y llegan a 1985 con El jinete pálido, en el que ya se anuncia un primer contacto con lo sobrenatural.
En 1993 dirige Un mundo perfecto, dramática road movie en la que desde una cierta mirada infantil (la del protagonista) intuimos la irónica amargura que el título del film no esconde en ningún momento.
En 1995 traslada la imposibilidad de un “mundo perfecto” de las escenas del crimen a las del amor en Los puentes de Madison y a la crueldad de la vida en Million Dollar Baby (2004)
Con Gran Torino (2008), Eastwood sigue indagando en los mecanismos de la justicia pero da una vuelta de tuerca, al renunciar por primera vez a la violencia en la resolución del drama; renuncia, para ser más precisos, a ser el ejecutor, el agente de la violencia. Y con ello, el sentido de la justicia adquiere una nueva dimensión.
Más allá de la vida, a la luz de lo que hemos escrito hasta ahora, tiene una lectura fácil: su autor, un hombre en plena senectud, empieza a preguntarse por la muerte. El arrogante e invencible Harry el sucio se ha ablandado, se ha vuelto piadoso, ha derivado hacia una senil beatería.
Pero hay otra lectura.

Marie Lelay, la intrépida periodista, muere (y vuelve de la muerte) intentando salvar a una niña del tsunami. Marcus deambula por el Londres esotérico para poder establecer contacto con su hermano gemelo asesinado. George Lonegan, para quien sus poderes psíquicos no son un don, sino una maldición (como él mismo lamenta), es un entusiasta de Charles Dickens, el autor de Oliver Twist o David Copperfield.
¿No será este el verdadero mensaje del film: mostrarnos el desamparo radical de la infancia? ¿No somos todos niños asustados en la inmensidad de lo desconocido? ¿No tiene acaso la infancia misma un algo de más allá de nuestra experiencia como adultos, no es un enigma, nuestro pasado, ese niño que fuimos o lo que de ese niño perdura en nuestro inconsciente?
Y a la vez que el niño encarna el pasado de cada uno de nosotros, ¿no representa también el futuro, el porvenir, la posibilidad de continuar? ¿No debemos partir de este principio de responsabilidad, de esta ley de la hospitalidad (tal y como la formula el psicoanalista Francisco Pereña)… salvar al niño que fuimos en el niño por-venir?
Pues más allá (más allá) de las creencias de cada uno, de la fe de cada uno, los fantasmas, los muertos con los que queremos entrar en contacto, existan o no en el sentido vulgar que damos a la expresión existir, dicen lo esencial de nuestro estar en el mundo. Como dice Jacques Derrida en el exordio a su obra Espectros de Marx:

“El aprender a vivir (…) es algo que no puede suceder sino entre vida
y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre
dos (…)siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de
algún fantasma.
(…) Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde
el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o
no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su
principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros
que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto
ya, como si todavía no han nacido”

Clint Eastwood nos da una nueva lección narrativa. Pero hemos de saber leerla correctamente. Si, como decía Heidegger, no hablamos, sino que somos hablados por el lenguaje, si hay un sujeto que no coincide con el yo, la pregunta “¿Quién habla?” adquiere todo su sentido: los muertos nos hablan, nos interpelan y piden justicia o “se aparecen” para restituirla y no descansarán hasta conseguirlo… ¿qué querrían, si no, de nosotros? 

Texto originalmente publicado en www.espaicultural.es y reproducido con la autorización de dicho sitio web

No hay comentarios:

Publicar un comentario