lunes, 12 de mayo de 2014

LA MEJOR OFERTA

LA MEJOR OFERTA




LA MEJOR OFERTA. Giuseppe Tornatore (2013)

Ponencia leída el 9 mayo de 2014 en el Ciclo de Psicoanálisis y Cine realizado en la Universidad de Alicante bajo la organización del Centro El molinet.

Subastar. Poner a la venta un objeto que ha pertenecido a alguien. La mejor oferta, el título del film, designa el acto por el cual el objeto –preferentemente artístico- pasa a las manos de un nuevo propietario: el mejor postor.
Postor viene de apuesta. Apostar: poner (dinero) sobre una elección. En una apuesta, se puede ganar o perder. Uno apuesta en una carrera por el caballo que cree que va a ganar, por ejemplo.
En toda subasta, hay una pregunta que guía su desarrollo hasta la adjudicación final: Alguien da más? Dar más, dar de más. Todos sabemos que en las subastas, por lo general, el precio definitivo que alcanza un objeto suele ser muy superior a su valor original, a su “precio” de salida. Se habla de “exorbitante”, apelando a la astronomía, como de un cuerpo, un objeto celeste, que se ha salido de su órbita y que, por tanto, se ha liberado de la ley de la gravedad que ata al resto de los cuerpos materiales.
En definitiva, el objeto en cuestión queda investido (investir e invertir tienen, por supuesto, la misma raíz, genialidad exclusiva de Freud)… investido de un valor muy superior al que la imposible objetividad o la razón o incluso el sentido común podrían adjudicarle. ¿No se comporta el amor de esta manera, con un algo de exorbitante, con un dar-de-más y, por supuesto, como una apuesta?
Más aún, si trasladamos la mecánica de las subastas a la vida, veremos que hay grandes similitudes. La pregunta propia de la subasta de arte, la cuestión implícita a cada uno de los asistentes a dicho acto, aquello por lo que todos y cada uno de ellos es interpelado, convocado, sería lo siguiente: ¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ese objeto? ¿Cuánto vale para ti? Aquí, como acabamos de decir del amor, la respuesta a menudo entra en el ámbito de lo exorbitante, de la des-mesura. No hay medida.
Pensemos sólo como un ejemplo en la última y definitiva invasión a Irak. Claro, todos pensamos en el petróleo o en las armas de destrucción masiva. Pero consideremos que desaparecieron de los museos y excavaciones arqueológicas del país infinidad de obras de arte y vestigios de incalculable valor, muchos de los cuales (algunos sí) no pasaron por las salas de subastas de Nueva York o Londres, sino que acabaron directamente en manos de coleccionistas particulares que con toda seguridad pagaron fortunas para contratar comandos mercenarios que sacaran esas joyas del pasado en mitad del caos de la guerra. ¿Imaginan la cantidad de miles de millones que pudo mover ese negocio?
El robo, el expolio… pero también la falsificación, son constantes en el mundo del arte. También, si lo pensamos, en la vida misma, y especialmente en las relaciones de amor (sean sexuales, de pareja, paterno-filiales o de amistad). Ahí rige una economía del gasto, como diría Bataille. La figura del potlatch, rito antropológico que consistía en destruir los bienes de una comunidad en una orgía festiva. ¿Quién da más?
¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ese objeto? Entendamos por objeto, tal y como lo designa el psicoanálisis, algo que puede referirse a una persona, a un animal, un trabajo, o cualquier ente imaginable, físico, real o abstracto. Y convengamos en que “pagar” es también un término genérico que engloba el dinero, el tiempo, la energía física o mental… la vida misma, en fin. Se puede llegar a pagar con la propia vida, ¿no?

Por ejemplo, Virgil Oldman, el protagonista de La mejor oferta, no ha apostado por la vida. O ha apostado por lo que él considera que es la vida: una existencia solitaria, enguantada, apartada físicamente de su entorno en una imposible profilaxis. Y, sobre todo, rodeado de cuadros, en su cámara secreta, verdadera caverna platónica (nunca mejor dicho, si hablamos de amor); rodeado de cuadros, decimos, que representan metonímica y obsesivamente el “eterno femenino”, si me permiten definirlo así. Se ha negado el amor. Como confesará a Robert en un momento del film: “El respeto que siento por las mujeres es igual al temor que les he tenido y a la incapacidad de comprenderlas”. Incapaz de sostener una relación en la vida real, él queda capturado en la contemplación infinita de la belleza femenina, de la esencia femenina, pero encerrada entre cuatro paredes. Sin riesgo. Sin apostar realmente. Billy, el pintor fracasado, amigo de Virgil, se define a sí mismo con respecto a él como “tu amigo, tu cómplice, tu leal proveedor de mujeres”.
Bajo esa fragilidad extrema, Virgil es un hombre reputado, qué duda cabe, un gran profesional, dueño de un más que importante patrimonio… semblantes que empiezan a caer al contacto con una mujer de carne y hueso de la que sólo puede tener la voz…




Giuseppe Tornatore ha sido siempre un director de ideas. Muy alejado del neorrealismo de sus predecesores y del cuasi-surrealismo de un Fellini, Tornatore navega en una especie de cine neobarroco, romántico, repleto de guiños mitológicos y con un fuerte elemento de compromiso social. En la secuencia del restaurante, al comienzo del film, el director nos deja muy claro lo que piensa de su personaje protagonista: es un ser solitario, huraño, adusto, prácticamente asocial. Se nos hace antipático de entrada. Más aún, es el retrato de un muerto en vida, de un ser desvitalizado. El detalle de la tarta de  cumpleaños, confeccionada especialmente para él con una receta ancestral y exclusiva, nos muestra cuán poco gusta de los “dulces” de la vida. Su excusa, “mi cumpleaños no es hoy, sino mañana”, se despacha con un despreciativo “hasta pasado mañana”. Otro detalles de su fobia a lo vivo es que toda la vajilla y cubertería que utiliza en sitios públicos lleva sus iniciales: él no quiere dejarse contaminar por el mundo.
Sin embargo, el humanismo renacentista de Tornatore pronto va a permitirnos asistir a una humanización de su personaje o, por seguir con el símil, a una “vuelta a la vida”. Su nombre ya evoca, por un lado, la vejez: old-man, una cierta renuncia a la vida, al futuro… Y Virgil es, literalmente, Virgilio, el poeta que guía a Dante a través de las tres dimensiones (dit-mansions, al decir de Lacan) en que se divide el mundo según el imaginario cristiano: cielo, infierno y purgatorio.
Virgil ya tiene una cierta idea, apenas consciente, de su falla. Dice, literalmente, “no es el objeto en sí lo que despierta mi curiosidad, sino su contradicción”. Curiosidad. En otro momento dice, respecto a la muchacha por la que se ha sentido fascinado, que “desear no es la palabra; curiosidad, tal vez”. La curiosidad supliendo al deseo. Él sabe de esa desvitalización de algún modo. Él es consciente de su identificación con Claire Ibbetson, la joven huérfana cuyas propiedades ha aceptado tasar:  dos seres con dificultad para salir al mundo, para relacionarse con la vida.
Es decir, en Virgil el deseo no ha muerto del todo. Él se deja fascinar por la joven a pesar de que oscuramente se intuye que algo no parece cuadrar del todo en la historia de la chica, en sus actitudes. Ciertas dudas planean casi desde el principio en matices muy sutiles de los diálogos. Sin embargo, Virgil, a pesar de ello, decide apostar. Cuando le pregunta a su secretario, Lambert, cómo es eso de estar casado (el fiel secretario lleva ya casi 30 años), éste le contesta: “Es como participar en una subasta. Nunca sabes si la tuya es la mejor oferta”. Más tarde, le pregunta a su amigo, Billy, el pintor, sobre la autenticidad, y éste le responde que todo, absolutamente todo se puede falsificar: una obra de arte, un sentimiento, una emoción, el odio… hasta el amor. Sin embargo, a pesar de ello, siempre hay algo auténtico en toda falsificación. Hay un algo auténtico, algo subjetivo, un rastro, una huella, una cifra, una firma… Cuando Claire le dice a Virgil que, pase lo que pase, él debe tener claro que ella le quiere de verdad, no está mintiendo. Lacan resolvió esa paradoja sofística de que el que miente dice la verdad: la lógica del inconsciente nos lo muestra en la clínica a diario. Empezando por el hecho de cuán a menudo uno se miente a sí mismo. Recordemos que odio, amor e ignorancia son las tres grandes pasiones que el hombre comparte con los dioses. Y la ignorancia no es no saber, sino no haber querido saber. El momento de verdad siempre llega de algún modo intempestivo, extemporáneo, el momento de verdad es a menudo un aprés-coup.
Podemos decir que la cruel mentira a la que ha sido sometido Virgil por parte de aquellos que consideraba sus amigos, y por parte de su espúrea amada, esa mentira le derrumba la gran mentira en la qué él, sólo él había estado siempre involucrado. Y le abre a la verdad del deseo. Su decisión final de instalarse en Praga, no sabemos por cuánto tiempo, hasta cuándo, es un hermoso final abierto, el nacimiento de Virgil a su ser como sujeto deseante. Una mentira cura otra mentira. Lógicas del sujeto…

Cuando Lacan adopta la terminología aristotélica de la Física, emplea dos términos muy peculiares: automaton y tyché. Estos dos términos intentan explicar en la antigua Grecia el movimiento en el universo, y dilucidar las causas del mismo. Es decir, en definitiva, lo que ocurre en el mundo, lo que sucede a las personas… es causado por el Azar o por la Necesidad, el lugar que el destino ocupa en las vidas de los seres. Automaton y Tyché son dos formas de nombrar ese Real incognoscible al que nuestras vidas, supuestamente predestinadas o no, se desconocen en el presente y quedan inevitablemente proyectadas hacia un futuro, un por-venir indeterminado, guiado por la huida de lo fatídico, el intento de evitar lo fatídico, y la búsqueda utópica de la felicidad.



El automaton es la representación del eterno retorno, de la pulsión de repetición. Todo se repite, lo reprimido vuelve siempre, aunque sea bajo otras máscaras. La cadena de los significantes se reproduce de forma infinita… pero lo Real sobreviene, y sobreviene en forma de encuentro: uno se encuentra lo inesperado, lo no deseado… o lo deseado en la forma de no-deseado. El autómata del film, magnífico Mcguffin digno del propio Hitchcock, representa a la perfección esta cuestión. Virgil no deseaba sorpresas en su vida, que se repetía de forma implacablemente matemática hacia una acumulación de lo mismo. Ahí surge lo otro, la diferencia, en forma de bella muchacha desamparada, reflejo del propio desamparo del protagonista. Su encuentro con lo Real –es despojado de aquello que amaba- esa Tyché terrible, despiadada, le conduce sin embargo a algo nuevo. Como diría Nietzsche, a un eterno retorno de lo otro. Él repite el momento en que Claire fue feliz: en aquél café de Praga, “Night and day”, decorado de nuevo con maquinarias de relojes –alegoría del paso del tiempo-, Virgil se sienta a esperar algo nuevo. Su deseo se ha abierto a la vida…


No hay comentarios:

Publicar un comentario