lunes, 22 de julio de 2013

TIME IS MONEY


                  TIME IS MONEY: LA ECONOMÍA DEL TIEMPO  ( I )

                                                   



                                                         Todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo
                                                      del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo
                                                     de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo
                                                     plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo
                                                     tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de
                                                     llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo
                                                     de danzar; tiempo de esparcir las piedras y tiempo de
                                                     amontonarlas; tiempo de abrazarse y tiempo de
                                                     separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder;
                                                     tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y
                                                    tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar;
                                                    tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra
                                                    y tiempo de paz.
                                                                                                                   ECLESIASTÉS, 3, 1-8





        Time is Money, sentencian los americanos. El tiempo es oro, decimos nosotros, añadiendo a la cruda materialidad sajona una cierta –más aparente que real- connotación estética.
Frente a esta afirmación, de alcance universal, las almas bienpensantes se han rebelado siempre. El tiempo es algo demasiado valioso para convertirlo en moneda de cambio; el tiempo es algo sublime, puro, es un valor superior. Hay cosas que no se pueden comprar, proclaman esas almas bienpensantes, añadiendo el tiempo a la lista de dimensiones y virtudes que, como la amistad o la honestidad, constituyen lo mejor del ser humano.
Sin embargo, si nos atrevemos a mirar bajo la brillante –y en apariencia compacta- superficie de estos argumentos, podemos extraer algunas reflexiones valiosas. De entrada, parece que con ellos se limita la economía al ejercicio de la compra-venta. De acuerdo: comprar y vender son operaciones básicas de la economía, el grado cero de la economía, por así decirlo. Con ellas, a los objetos se les asigna un valor cuantificable, un precio. Ese valor va asociado a la invención del dinero. Así, las cosas, los objetos que en sí mismos están dotados de cualidades (por ejemplo, el cuchillo afilado, el coche veloz, la obra de arte bella), adquieren un valor cuantificable: aquello que valen en relación a los otros objetos del mundo: así, por ejemplo, la obra de arte puede ser más valiosa que un coche, que de seguro es más valioso que un cuchillo, y así sucesivamente, en virtud del valor relativo que por mediación del dinero les ha sido asignado. El dinero se constituye, de este modo, en el objeto por excelencia, aquél que permite intercambiar todos los demás objetos del mundo entre sí.
Se dice, por ejemplo, volviendo entonces al argumento anterior, que la amistad no se puede comprar. Y aunque como principio ético nos vale, en la realidad vemos que sí puede ocurrir. Como contrapartida, también se dice que todos tenemos un precio… y en estos tiempos en que la crisis económica generalizada está desvelando que la corrupción se ha infiltrado en las vidas de las personas mucho más de lo que nunca nos hubiéramos atrevido a admitir, hemos de reconocer que los antiguos valores (valor, por cierto, es un término económico) son los que están en crisis junto con la economía… ¿habrá un paralelismo que aún no ha sido suficientemente pensado? Vamos a dejar, por el momento, la pregunta ahí.
Hablábamos de cualidad y de cantidad. En nuestra civilización occidental, heredera del maniqueísmo, tan dada a dividir el mundo en dos, nos hemos empeñado desde tiempos inmemoriales –al menos desde Platón- a separar el mundo de las Ideas, sublime y perfecto, del mundo de las cosas, efímero y caduco. Por ejemplo, con la alianza entre el platonismo y el cristianismo, aprendimos a venerar el espíritu, el alma, y a condenar la carne. En definitiva, a apreciar la cualidad y a despreciar la cantidad.
Ahora bien. El tiempo se nos presenta aquí como algo problemático. Porque el tiempo es algo cuantificable: lo dividimos en segundos, minutos, horas, días, siglos, eras, etc. Se puede medir. Y a poco que sigamos en este sentido, podemos pensar la relación del tiempo con el dinero. Un antiguo amigo me dijo una vez que el trabajo no era ni más ni menos que el acuerdo entre dos personas: una posee dinero y la otra dispone de tiempo; la primera compra el tiempo de la segunda. Luego vemos que el tiempo, en el origen mismo de la economía, ya es dinero. Las almas bienpensantes no pueden –o no deberían- escandalizarse de esta deducción, porque es irrebatible. Me discutirán que el tiempo es otra cosa; los marxistas me dirán que no es el tiempo, sino la fuerza de trabajo… tal vez, pero la primera mercancía es el tiempo.
¿O tal vez es que hay dos tiempos, uno que se puede comprar y otro que no se puede comprar? Los romanos lo dividían en otium –ocio- y negotium –neg-ocio, es decir, lo contrario del ocio, su negación. ¿Dónde comienza cada uno? Vamos a pensar por un momento en la infancia. El niño, a medida que va creciendo, se va regulando por determinadas medidas del tiempo, la más básica de las cuales es el día y la noche: un tiempo de dormir y un tiempo de estar despierto; en parte, hay una serie de ritmos biológicos que contribuyen a establecer la objetividad de ese tiempo. La alimentación es el segundo elemento que regula el tiempo del niño. Y ahí vemos que la supuesta objetividad del tiempo ya es imposible, porque hay padres que son más flexibles y padres que son más intransigentes con dichos ritmos, lo cual tiene consecuencias en el crecimiento físico y psicológico del hijo. Con la adquisición del caminar o del lenguaje, también observamos diferencias muy pronto: hay niños precoces y niños retardados con relación al desarrollo de ambas habilidades. La relación del niño con su propio crecimiento, como vemos, no depende del todo de él. Posteriormente, se acomete la ardua labor del control de esfínteres, y en esto la variedad de conductas resulta curiosa. El hecho de que no se pueda orinar o defecar en cualquier sitio significa que tampoco se puede hacer cuando uno quiere; a menudo hay que “aguantarse”. El empeño de muchos padres en poner a sus hijos a hacer sus “necesidades” cuando no tienen ganas ilustra las formas diferentes en que se puede imponer esta disciplina del tiempo… ¡y aun hay adultos, como se dice vulgarmente y disculpen la expresión, que cagan como un reloj! O la obsesión por la rapidez y la eficiencia en la vida cotidiana, por poner otro ejemplo, define al cagaprisas



Luego la constitución del tiempo parece que algo tiene que ver con el Otro, con los otros que resultan significativos para el niño… porque, vamos a decirlo claramente, cuando el padre o la madre imponen reglas de conducta, imponen una violencia necesaria para el desarrollo psíquico del pequeño, que debe renunciar a placeres y necesidades que hasta ese momento no habían tenido control de ningún tipo: el niño se va a resistir de forma natural, pero para convivir con los demás deberá renunciar de forma dolorosa a la inmediatez de sus necesidades y deseos, para posponerlos, para dilatarlos. Y a la vez, el hecho de que papá o mamá quieran de mí esto o aquello, condiciona primero una determinada forma de conseguir su amor, su aprobación, el que ellos estén contentos conmigo, pero es que además ese modelo va a condicionar en segundo lugar la forma en que yo me relacionaré con los demás en el futuro.
Así pues, si podemos expresarnos de este modo, el niño vive en una especie de presente eterno, ilimitado, del que es progresivamente arrancado por las exigencias de la cultura, que poco a poco va parcelando ese tiempo y, con ello, capacitándolo para la convivencia. El exceso o el defecto en esta violencia necesaria que se ejerce sobre ese tiempo originario tiene, como digo, sus consecuencias: desde el niño que se somete con facilidad -y que acabará cagando como un reloj para complacencia de sus padres- hasta el que se rebela contra ello -y ahí, desde el estreñimiento hasta la diarrea, pasando por la enuresis, hasta formaciones más complicadas como el colon irritable, una serie de síntomas se constituyen expresando distintas formas de resistencia a la renuncia de la pulsión o de fracaso de esa misma resistencia. 
Madurar, por tanto, hacerse humano, implica, por tanto, salir del presente eterno edénico, paradisíaco, y hundirse en el tiempo finito, ser proyectado a un tempus dividido en pasado, presente y futuro, un tiempo que nos hace frágiles y, en definitiva, mortales.... pero humanos. La conciencia del paso del tiempo. Y por tanto, de su valor. El tiempo es oro...




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