martes, 26 de julio de 2016

LA HUMANIDAD EN PELIGRO

LA HUMANIDAD EN PELIGRO









El imaginario del siglo XX -y el del XXI parece seguir el mismo camino- está marcado, en el cine y la novela, sobre todo, por el miedo masivo a la extinción de la raza humana a manos de otras especies, a menudo superiores en fuerza y/o inteligencia: desde extraterrestres más o menos belicosos hasta animales mutantes.

Este miedo, sin embargo, es más ancestral de lo que se supone. Desde las invasiones bárbaras de la Antigüedad, todos los pueblos han temido ser invadidos y reducidos por el Otro, una masa aterradora y arrolladora que nada ni nadie puede detener.

Tal vez los miedos nocturnos infantiles tengan un mismo origen: ser acechados y asaltados, eventualmente destruidos por algún ser maligno que surge de debajo de la cama, o a través de la pared, o por la ventana abierta... El magistral film Monstruos S.A. que disfrutó la generación de nuestros hijos, se basaba en esta idea. Y a él volveremos en breve...

Podemos decir, sin exagerar, y esto ya lo formuló Freud en 1895, que nuestro estado original como seres humanos (y esto es muy importante: antes de adquirir el lenguaje, esto es, antes de poder defendernos con la palabra), es la condición de desamparo. A diferencia de los demás animales, los humanos dependemos durante un tiempo excesivamente prolongado de nuestro progenitores y demás representantes adultos de nuestra raza. Eso, no es descabellado suponer, queda como un trauma para toda la vida, un trauma inconsciente: siempre nos surgirá el miedo (agazapado e irracional) de ser amenazados por el otro.

Pero claro... ¿y nosotros mismos? ¿No somos también a la vez "potencialmente peligrosos" para los otros? Si todos llevamos dentro esa "marca de desamparo" e indefensión primitiva (lean si no los cuentos clásicos de Grimm, Perrault o Andersen para revivir los genuinos miedos de la infancia), si todos padecemos de esa herida primordial, podemos explicar fácilmente la naturaleza esencialmente conflictiva de nuestra convivencia con el prójimo. 

"El hombre es un lobo para el hombre", sentenció Hobbes. Y seguramente (esto es una mera hipótesis, aunque muy verosímil), en sus orígenes la humanidad era una lucha de "todos contra todos". La función primordial de la cultura es en esencia hacer posible la convivencia: las estructuras sociales, comenzando por la familia, los ritos, incluso la religión y los mitos, surgen a través de milenios para consolidar la posibilidad de una "humanidad". Se dice que los actos de darse la mano o beber de la copa del otro entrelazando los brazos son en su origen el gesto de mostrarse mutuamente que no se lleva un arma escondida en la mano o que no se ha envenenado la copa del prójimo.

Podemos pensar por ello que existe un desamparo individual y un desamparo colectivo, forjado éste a imagen de aquél.

Porque tal vez toda la cuestión consiste en una pregunta esencial: ¿hasta dónde podemos confiar en el otro? ¿Y en nosotros mismos, por tanto? Como decía antes, las relaciones humanas se hallan caracterizadas por el conflicto: celos, envidias, miedos, expectativas no cumplidas... desde las más elementales (padres-hijos, hermanos) hasta las amistades o las desarrolladas en el ámbito laboral o en esferas sociales más amplias, hemos de confesar que conocemos bien poco la armonía interpersonal.

No quiero dar una visión demasiado sombría de las cosas. Hay actos de amor, de fraternidad, de generosidad, de convivencia, y no son pocos. Siempre se puede sacar "lo mejor" de cada uno. Pero no es esa la cuestión. La cuestión es que no sabemos si el amor es innato al ser humano, no voy a entrar en esa discusión. Lo que sí es seguro es que no está garantizado: hay que desarrollarlo, hay que protegerlo, hay que alimentarlo. Es frágil. Observen a los niños en el parque: uno quiere el juguete del otro y se pelean: no tienen conciencia de la "propiedad" del otro, sólo de la suya. Hay que enseñarles las virtudes de la generosidad, del compartir, del con-vivir. No es algo que surja espontáneamente de los niños. Se enseña...

A la vista de lo que hacemos los adultos: guerras, saqueos, políticas corruptas, terrorismo en todas sus variedades... no podemos decir que en 30.000 años de "humanidad" hayamos "aprendido" mucho. O tal vez hay que convenir en que aquello que se nos ha enseñado de una generación a otra hay que, como decía antes, cuidarlo, porque es frágil, porque es un bien necesario...

Sí, es cierto, la humanidad está en peligro. No está nunca garantizada. Pero no hablo de la Humanidad como raza, sino de la humanidad de todos y cada uno de nosotros, de lo que nos hace humanos, genuinamente humanos.
Hay una novela (y la consiguiente versión cinematográfica) que recomiendo a todos los que no la conozcan: "La carretera", de Cormac McCarthy. El argumento es sencillo: un padre y un hijo caminan en algún lugar de los Estados unidos hacia el sur, atravesando un paisaje de desolación perpetua. Se deduce de la narración que ha habido algún tipo de conflagración (seguramente una guerra mundial definitiva); que todo está contaminado y el alimento escasea; que frente a esta carestía irreparable gran parte de los seres humanos, para sobrevivir, ha optado por el canibalismo, organizándose en bandas que cruzan los lugares como una continua amenaza para los que no han elegido esa salida; que el padre está enfermo y conduce a su hijo con la esperanza de encontrar, antes de morir, un lugar al sur que no esté contaminado por la radioactividad y, por supuesto, libre de caníbales.

No les voy a contar qué ocurre, cómo se desarrolla la historia. Pero sí hacerles conscientes de la gran paradoja que guía el relato y lo conduce hasta su desenlace: para salvar a su hijo, el hombre no puede confiar en ningún otro ser humano: cualquiera podría ser un caníbal y devorar a su hijo (y a él). Sin embargo, para poder preservar la humanidad de su hijo, NO podrá transmitirle su desconfianza ni su desesperanza. Es decir, el hijo tiene que seguir confiando de algún modo en la humanidad del otro -¡y en la suya propia, por supuesto!. De otro modo, nada impediría que el niño pudiera optar por convertirse él mismo en caníbal, o que el padre, en su desesperación y por mero instinto de supervivencia, acabara devorando a su propio hijo, los mitos antiguos hablan de estas cosas.

Como digo, el hijo tiene que seguir confiando de algún modo en la humanidad del otro para poder creer en la suya propia. Confiar y a la vez no. No devorar, pero no dejarse devorar. Esta transmisión es lo que el psicoanálisis llama la metáfora paterna, el "Nombre-del-Padre". Y significa que la "función del padre" es enseñar al hijo que NO todo se puede, y que NO todo se debe, que hay límites que no deben nunca propasarse. Es una enseñanza, una Ley a la que el propio padre debe someterse, porque no es su dueño, ni su artífice, sino sólo su mero transmisor. 

Esta paradoja, contada a través de una historia de ficción y en una situación límite, está mucho más presente en nuestras vidas cotidianas de los que podríamos creer a primera vista. El canibalismo es sólo una alegoría, una metáfora. El temor a que el otro me invada, me agreda, me engañe, me abandone, me ignore... Ese temor provoca en cada uno de nosotros un abanico de reacciones muy amplio: desde el repliegue y la huida, la depresión, el quedarse "quietecito", la sumisión frente a la superioridad (real o imaginada) del otro, hasta el ataque:agredir antes de que me agredan, pasando por alianzas con terceros, engaños y autoengaños, mentiras piadosas... de todo. Visto esto, ¿qué haríamos cualquiera de nosotros ante situaciones límite como la que nos plantea la novela? Todos retrocedemos espantados ante la posibilidad de ser nosotros los agresores, nos identificamos con "el bueno", pero...

La humanidad, la suya, la mía, la de todos, no está nunca garantizada. Hay que desearla, cultivarla, mimarla, protegerla...





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